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martes, 11 de octubre de 2011

PALABRAS DE JESUS. Tomadas de Caballo de Troya 8, JJ Benitez


J. J. BENÍTEZ
CABALLO DE TROYA 8
JORDÁN

 (Pg. 157)
lunes, 14 de enero, del año 26
Me encontraba ante lo que denominan el «bautizo» del Maestro en el Jordán. No era el Jordán, pero eso, ahora, carecía de importancia.
(Pg. 158)
Jesús envolvió al gigante en su misericordia, y lo acarició con aquellos  indescriptibles ojos color miel. No sé cómo, pero Él sabía quién tenía delante, y lo que le reservaba el Destino. Creo que el Maestro conocía muy bien la situación de su pariente y, sobre todo, su triste futuro...

—¿Tu?...¿Por qué bajas tú al agua? Yehohanan cedió, y preguntó con su voz áspera.
El Maestro intensificó la sonrisa, y replicó con seguridad:
—Para ser bautizado...
(Pg. 159)
—Pero soy yo quien debe ser purificado por ti...
No salía de mi asombro. El tono del Anunciador, siempre imperativo y altanero, cayó al nivel de la súplica. ¿Qué le sucedía?
El Hijo del Hombre, entonces, le dio alas:
—Ten paciencia, y actúa como te pido, porque conviene que demos ejemplo a mis hermanos...
¿Sus hermanos? ¿Estaban allí, en Omega? Sólo había visto a Santiago...
Y Jesús concluyó con algo que me desarmó:
Todo el mundo debe saber que ha llegado la hora del Hijo del Hombre...
Levantó los ojos hacia el cumulonimbo y la lluvia acarició su rostro con especial dulzura. Eso me pareció...
¿Su hora?
Segundos después, sin dejar de mirar el oscuro «cb», proclamó:
—¡Ahora es el principio!... ¡Ahora, el final es el principio!
Y de la nube, como si alguien estuviera presenciando la escena, partió otra descarga, que se ramificó sobre Omega. Pero ocurrió algo muy extraño. El relámpago fue azul, y no se produjo la lógica detonación. Fue una chispa eléctrica (?) imposible...
…Yehohanan depositó las puntas de los dedos sobre los hombros del Maestro y, sin mediar palabra, fue empujándolos suavemente. Yo diría que casi no tocó a Jesús.
El Maestro cerró los ojos y se dejó caer, muy despacio, hundiéndose en la corriente del Artal.
(Pg. 160)
Al instante, los cabellos del Galileo flotaron en las aguas. Y unas tímidas ondas marcaron la presencia del Hombre-Dios bajo la superficie. Y fueron alejándose, borrando los breves impactos de las gotas de lluvia.
Después, vi flotar parte del manto. Sumé cinco segundos.
El Anunciador, con los ojos muy abiertos, aguardaba ansioso la reaparición de Jesús.
Y el Maestro regresó, y lo hizo con idéntica lentitud. Pero su rostro era otro. Era el mismo, pero no era el mismo. Había una luz que lo cubría... ¿Cómo explicarlo? Imposible. Quizá sólo fueron imaginaciones mías.

…Acto seguido, con una firmeza dulce y acerada al mismo tiempo, exclamó:
—¡Vamos, mal’ak!... ¡Ha llegado la hora!
(Pg. 166)
Y me guiñó el ojo.
Y aquel aturdido «mensajero» se fue tras Él. Esta vez sí fui afortunado. Fui a donde nadie fue, y fui con El...
(Pg. 175)
—Mal’ak!
La voz del Maestro, reclamándome, me hizo olvidar, de momento, al insólito hombre.
Jesús insistió desde el pozo, y me animó con el brazo para que me reuniera con El.
(Pg. 176)
—Mal’ak! - ¡Vamos, mal’ak!
Empezaba a gustarme la palabra —«mensajero»—, y corrí hacia el Hijo del Hombre.

Fui al grano. Yo sabía que Jesús era un Hombre intachable. Nunca ofendió, voluntariamente, a un semejante. Y le había oído expresarse sobre la imposibilidad física de injuriar, o de ofender, al Padre de los cielos. Recuerdo cómo insistió en ello, durante la inolvidable noche en el kan de Assi, el 17 de septiembre último.
Pues bien, si la naturaleza humana no tiene capacidad de ofensa hacia Dios, ¿por qué admitió la ceremonia de «bajar al agua»? ¿De qué tenía que purificarse? ¿Qué sentido tuvo el «bautismo»?
El Maestro me observó con ternura. Y durante unos segundos guardó silencio.
¿Había vuelto a equivocarme? Quizá no debería haber planteado un asunto tan íntimo...
Pero, en realidad, la razón del fugaz silencio era otra. El Maestro, midiendo las palabras, hizo una aclaración, que no debía perder de vista en ningún momento:
—Querido mensajero, cuando me oigas hablar, recuerda siempre que lo dicho es sólo una aproximación a la verdad...
Sí, El lo dijo en cierta ocasión. Lo había olvidado.
La verdad no es humana. Vosotros, ahora, no tenéis posibilidad de asumirla... Ni siquiera de intuirla. Lo que estimáis como verdad es una mezcla de deseos y de imposiciones exteriores. Mejor así...
Y sonrió, pícaro.
Si el Padre te mostrara la verdad, ¿qué quedaría para la eternidad?
Mensaje recibido.
Entonces, concluida la precisión, resolvió mis dudas con la siguiente frase:
—Fue mi regalo al Padre...
Al percatarse de que mi mente se había quedado atrás, y de que no terminaba de entender, pasó el brazo izquierdo sobre mis hombros y me acogió con dulzura. Entonces, lentamente, recreándose en cada palabra, y en cada concepto, fue desgranando el significado de la frase.
(Pg. 177)
Esto fue lo que entendí: al sumergirse en las aguas, el Hijo del Hombre llevó a cabo un ritual personal —e insistió en lo de «personal»—, y se consagró a la voluntad de Ab-ba, el Padre Azul. Fue un «regalo», mucho más simbólico de lo que podamos imaginar. El quiso inaugurar el principio de su ministerio con lo más sagrado de que era capaz: «regalar» su voluntad al que lo había enviado... El «bautismo», por tanto, fue un gesto más santo, y delicado, de lo que siempre se ha creído.
Y los cielos se abrieron, como no podía ser menos, ante el «regalo» de un Dios hacia otro Dios...
Además, sirvió de ejemplo a sus hermanos. Pero esto fue lo menos importante. Permanecí pensativo. No era fácil para quien esto escribe. Yo jamás he regalado nada a Dios. Tampoco he pedido mucho, pero, en honor a la verdad, mis labios siempre se han abierto para reclamar, o suplicar.
¿Regalar a Dios? Tenía gracia... Y volví a desmenuzar las palabras del Hombre-Dios.
Jesús, atento, me dejó hacer. El sabía esperar. Era otra de sus cualidades.
Maestro había hablado en numerosas oportunidades de ese «ejercicio», casi ignorado por la mayor parte de la humanidad: hacer la voluntad de Ab-ba. Recordé sus explicaciones durante la primera semana de estancia en las cumbres del Hermón, en el verano del año 25:
«... Yo conozco al Padre —nos dijo—. Vosotros, todavía no. Os hablo, pues, con la verdad. ¿Sabéis cuál es el mejor regalo que podéis hacerle?... El más exquisito, el más singular y acertado obsequio que la criatura humana puede presentar al Jefe es hacer su voluntad. Nada le conmueve más. Nada resulta más rentable... »
Pues bien, llega un momento en el que la criatura humana, experta ya en esa «gimnasia» de entregarse a la voluntad del Padre, toma la decisión de consagrarse «para siempre». Y lo hace tranquila y serenamente, y elige para ello el instante que estima oportuno. Se trata de un momento de auténtica elevación espiritual, en el que el hombre, o la mujer, sencillamente, se entregan al Padre. Es un rito íntimo, el mejor «regalo» que podamos imaginar...
Jesús eligió Omega. Fue la culminación de lo que sabía y practicaba.
Había llegado su hora...
El Maestro asintió en silencio. ¡Volvió a hacerlo! ¡Se coló de nuevo en mis pensamientos! Y prosiguió con sus explicaciones...
Esa mañana —me atrevería a calificarla de histórica— se registró otro suceso (?) que sólo he alcanzado a entender en parte. En realidad, en una mínima parte...
Recuerdo que el rostro del Maestro se iluminó, y de cada poro nacía una increíble y bellísima radiación azul. Lo llamé azul «movible»... Según el Maestro, ése fue el mayor de los prodigios que ha tenido lugar en la carne. Seguí sin saber de qué hablaba. Y se aproximó un poco a la realidad (lo que pudo). Su mente humana, o quizá su naturaleza humana (no supe distinguir con exactitud a qué se refería), se hizo una con la mente divina (?), o con la naturaleza divina. Mi mente naufragó, y también se hizo una, pero con la nada...
Y Él, consciente, se detuvo. Dejó caer el saco de viaje sobre la tierra oscura del camino y se agachó. Tomó un puñado de dicha tierra, sucia y contaminada por el trasiego de hombres y animales, y me la mostró. Los ojos se iluminaron, y supe que se movía en mi interior. Sonrió y, en silencio, caminó hacia la colina de caolín más cercana. Lo seguí, intrigado. Allí, bajo los olivos, volvió a agacharse y tomó un segundo puñado de tierra, esta vez blanco-amarillenta, pura y brillante, como consecuencia del silicato hidratado de aluminio. Y, sin dejar de mirarme, procedió a mezclar ambos puñados. Al poco, no supe distinguir cuál era la tierra de inferior calidad, la del sendero, y cuál la brillante, la de la colina...
Mensaje recibido.
(Pg. 178)
Y al «unificarse» (?) ambas naturalezas —la del hombre y la del Dios—, se produjo el milagro, el mayor prodigio de todos los tiempos; un milagro superior, creo, al de la resurrección de los muertos... Fue en esos instantes (?), suponiendo que esa «fusión» pueda ser medida, cuando Jesús de Nazaret se convirtió, VERDADERAMENTE, en un Hombre-Dios. En el monte Hermón recuperó lo que era suyo —la divinidad—, pero fue en Omega donde el Padre hizo «oficial» (digámoslo así) la divinidad de su Hijo, muy amado...
Fue entonces cuando se transformó en un Dios.
«Regalo» por «regalo»...
Así lo vi, y así lo hago constatar.

Fue, por tanto, en la «sexta» (hacia las 12 horas) del lunes, 14 de enero del año 26 de nuestra era, cuando Jesús inauguró «oficialmente» su divinidad. Si tuviera que elegir el punto de arranque de su vida pública, probablemente seleccionaría éste.

…Y prosiguió hacia el este, hacia el lugar que denominaban El Hawi. No lo vi dudar. Entonces, divertido, comentó:
—Fue un cruce de caminos, para mí...
(Pg. 179)
Entendí que se refería a la encrucijada que había quedado atrás, y repliqué, como un perfecto idiota:
—Claro, Señor. Y también para mí...
Me miró atónito, y terminó sonriendo. Se refería a Omega. Y explicó algo que tampoco ha trascendido.
Si no comprendí mal, esa mañana, terminada la ceremonia de consagración a la voluntad del Padre, el Hijo del Hombre se encontró en mitad de un «cruce de caminos»...
Adelanto que lo expresado por Jesús fue otro enigma para quien esto escribe. Me limitaré a narrarlo, tal y como lo hizo.
El no se encarnó para salvarnos, como aseguran las religiones. Ya lo estamos, según sus propias palabras. El Padre nos ha regalado la inmortalidad. Su presencia en nuestro mundo obedeció a otras «razones», digamos, de índole «personal», y que podrían ser sintetizadas (peor que bien) en la «necesidad de experimentar la naturaleza del tiempo y del espacio» (conocer a sus propias criaturas). De nuevo, se aproximó a la realidad, sólo eso, muy a su pesar... Pues bien, su experiencia en la carne quedó ultimada con el referido e íntimo «regalo» ofrecido a Ab ba en Omega. Pudo abandonar, añadió, pero, una vez más, lo dejó en las manos del Padre. «Y se dirigió hacia el este del corazón humano, a la búsqueda del amanecer. . . » Esa fue la voluntad de Ab-ba. Ese fue el «cruce de caminos» del recién estrenado Hombre-Dios, el primero de una larga serie.
Si esto fue así, y el Galileo jamás mentía, El eligió continuar en la Tierra, de acuerdo con la voluntad del Padre.
Quedé desconcertado. ¡Pudo marcharse!
—Pero aquí estamos —manifestó, feliz, haciendo suyas mis reflexiones—, camino del este... Y añadió, al tiempo que me guiñaba un ojo:
—¿Conoces un camino mejor?
¿Qué podía decir? E intuí que no estaba pensando en la senda que pisábamos. Ese «este» era otro... Y así lo confirmó. Jesús entendió que, además de su experiencia (?) con los humanos, Él debía proporcionarnos otro «regalo»: la esperanza. Él comprendió que, además de «enriquecerse», podía «enriquecernos». El mundo estaba, y está, en la oscuridad. Son muy pocos los que supieron, y saben, que la vida sigue después de la muerte, y que existe un Dios «que no lleva las cuentas».
Esa mañana, en Omega, el Hombre-Dios tomó la firme decisión de revelar al mundo la existencia de otro «mundo»: el del Amor, con mayúscula, como a Él le gustaba...
Si de mí dependiera, el 14 de enero sería designado Día del Planeta Tierra. Ese día, El decidió permanecer con el hombre, un poco más...
Entonces creí entender otra de sus frases, cuando se hallaba en las aguas, en el Artal:
—Ahora es el principio —dijo—. Ahora, el final es el principio...
(Pg. 180)
«Omega es el principio.»

…Y al fondo de la colina, prisionero de los olivos, distinguí un amasijo de adobe. Eran casas de color ocre, maquilladas en rojo por el atardecer.
Y Jesús, a media voz, pronunció el nombre del poblado:
—Beit Ids...
(Pg. 185)
…Segundos más tarde, como si hubiera adivinado mis pensamientos, el Galileo regresó al exterior, y rogó que esperase.
—¡Qué Dios más torpe! —murmuró entre dientes—. ¡He olvidado las luces!
Y corrió por el camino, hacia Beit Ids.
(Pg. 186)
Este era el Hijo del Hombre...
(Pg. 187)
El Maestro me animó a moverme. «Había mucho por hacer...»
¿Mucho por hacer? No entendí. La gruta se hallaba vacía, con un suelo aparentemente limpio, formado por una tierra seca y esponjosa. Obedecí, naturalmente. Me situé a su altura, en el centro de la caverna, y esperé órdenes. El Galileo
sonrió y señaló la entrada, al tiempo que exclamaba, socarrón:
—Ella no vendrá sola...
¿Ella?
No sé si palidecí o enrojecí. El se percató de mis cortas luces, y aclaró:
—¡La paja, mal’ak!... Conviene esparcirla por el suelo...
—Claro —redondeé, dirigiéndome al exterior—, la paja...
¿En qué estaría yo pensando?
(Pg.188)
Yo no fui, de eso doy fe. Fue el vientre del Galileo el que protestó, y dejó oír los continuados borborigmos.
Finalmente se puso en pie. Golpeó la frente con la palma de la mano izquierda y se lamentó:
—¡También olvidé la cena!...
Y lo vi salir de la cueva, muerto de risa. Así era Él...

—Hoy, querido mensajero, ha sido un día muy especial... Me gustaría que fueras tú el encargado de la bendición...
—Pero, Señor... Yo sólo soy un mal’ak...
La defensa fue inútil. El Maestro me miró como sólo Él sabía hacerlo, y me vació. Una sonrisa asomó primero en los ojos. Una sonrisa pícara y anunciadora... Lo supe. Estaba perdido.
Y la sonrisa se derramó por el rostro, y por la cueva entera.
Movió las largas y estilizadas manos, animándome. Hice lo que pude.
—Te damos gracias, oh, Padre...
Dudé. Lo miré, buscando su aprobación, y Él movió la cabeza, manifestando ciertas dudas, supongo.
—... por estos alimentos...
(Pg. 192)
Entonces caí en la cuenta. Y pregunté:
—¿Los saltamontes son un alimento o un castigo?
Adiós a la bendición. La risa arruinó las buenas intenciones.
—Está bien —terció el Maestro, definitivamente vencido—. Yo me ocuparé...
Entornó los ojos y elevó el rostro hacia la oscuridad de la bóveda. Las luces de las lámparas lo siguieron, curiosas, y lo iluminaron para la ocasión, dulce y discretamente. Y la voz, grave y profunda, nacida del corazón, dijo:
—Ab-ba [ referido a Dios]... ¡Te damos gracias porque estás ahí!... En lo grande y en lo pequeño! ... ¡En el trigo del corazón humano, todavía por germinar!... En la dulzura de lo simple, y en la paz interior, la hija menor de la verdad!...
Guardó un breve silencio, y concluyó:
—¡Y gracias también por los saltamontes, aunque hubiéramos preferido cordero!...
Abrió los ojos y, recuperando el habitual buen humor, me guiñó un ojo.
—Debes disculparme —añadió, incorregible—. Soy un Hombre-Dios con poca experiencia...
Y sin más demora, se lanzó sobre la comida…
(Pg. 194)
Habló feliz, y se centró «en lo bien que hacía las cosas su Padre, y la “gente” al servicio de su Padre». Se refería a los dátiles y al halwa, el dulcísimo y cremoso postre. Lo saboreó. Lo vi cerrar los ojos y suspirar, al tiempo que se relamía los dedos. Aquel Hombre sabía disfrutar cada momento...
(Pg. 198)
(refiriéndose al perfume del frasco azul) —El Padre —replicó el Maestro, al tiempo que volvía a sentarse sobre la paja, frente a este explorador— y su «gente»... Ya ves cómo trabajan...
Otra vez aquello. ¿A qué se refería? ¿Quién era la «gente» que trabajaba para Ab-ba? Y aproveché su excelente disposición, y lo planteé. Jesús, creo, esperaba la pregunta.
—Recuerda siempre, querido mal’ak, que mis palabras son una aproximación a la verdad...
Dije que sí con la cabeza. No lo olvidaría.
—Pues bien, para llegar a ser un Dios, primero tienes que aprender a delegar. Sonrió, y continuó descendiendo en mi torpe inteligencia.
—Él, Ab-bá, es la luz. El llega y lo perfuma todo, pero, previamente, otros, su «gente», han colaborado en el prodigio. Son incontables las criaturas que participan en la belleza, en el amor, o en el simple avance de las leyes fisicas y espirituales. Lo visible está lleno, pero lo invisible está repleto.
Comprendí, pero no comprendí. El lo notó, y tomó el frasco azul entre los dedos. Me lo mostró, y preguntó:
—¿Qué es?
—Un perfume, Señor...
—Pero ¿cómo se obtiene?
—Gracias a las plantas, a la luz, y a cuanto rodea al sándalo, y a la jara, y a la mandarina...
—Todos hacen el milagro. Todos participan...
Así era. Las esencias, que posteriormente se convierten en aceites esenciales o perfumes, mediante presión o destilación al vapor, aparecen en las plantas como un auténtico «juego de manos» de la naturaleza. Las células secretoras, altamente especializadas, «juegan» con la luz y se transforman en estructuras químicas complejas. Y la planta combina esa energía con elementos químicos del agua, del
terreno, del aire e, incluso, de los excrementos que pueden abonar el suelo. Es así como nacen los ácidos, los fenoles, los aldehídos, las cetonas, los alcoholes, los ésteres, los terpenos y los sesquiterpenos. Y todos ellos, como si de una orquesta se tratase, se reúnen y componen la «música» de los perfumes. El Maestro hablaba con razón. Todos colaboran, aunque nada hubiera sido posible sin la luz.
Sí, el Padre perfuma con la luz...
(Pg. 199)
Mensaje recibido.
—El Padre y su «gente» —repitió Jesús, sin disimular su satisfacción—. ¿Trabajan o no trabajan bien?
—Muy bien, Señor...
Y me atreví a ir un poco más allá en nuestra primera conversación en Beit Ids. El aceptó, encantado.
—Y El está ahí, en lo grande y en lo pequeño. ¿Sabes de algún lugar donde no está el Padre?
Sin querer, empezaba a parecerme a Eliseo, a la hora de plantear determinadas cuestiones. El lo percibió, y sonrió, pícaro.
—Todo lo que es, o existe, lo es porque Él lo ha imaginado previamente...
Dejó que soltara la imaginación, y que me aproximara a su pensamiento. No sé si lo conseguí.
Más aún —continuó—: Lo que no es... también es suyo.
—¿Quieres decir, Señor, que lo que vemos, o sentimos, ha sido imaginado previamente?
Asintió en silencio, y divertido. Sabía muy bien adónde quería ir a parar.
—Entonces, cuando nosotros imaginamos...
—No, mal’ak, no confundas mis palabras. Yo no he dicho eso. El Padre imagina y es. El ser humano imagina porque ya es. Esa es una de las grandes diferencias entre el hombre y Dios.
—Un momento —le interrumpí, ciertamente sorprendido—, ¿quieres decir que no podemos imaginar si lo imaginado no ha existido con anterioridad?
—Así es...
—¿Todo?
—Todo —replicó, rotundo—. Absolutamente todo...
—No consigo entenderlo...
—Es lógico. Estás al principio del camino. El Padre es más listo que tú...

—No te atormentes ahora con eso —terció, oportuno—. Ni siquiera Dios es el final...
—Me asombra tu familiaridad para con Él. Es dificil acostumbrarse. ¿Por qué le hablas así al Padre?
—¿Crees que es el Dios del miedo?
—Tú enseñas lo contrario, pero...
—Lo sé, mi madre, mis hermanos, éstos, mis pequeñuelos de ahora, han sido educados en un Dios al que hay que temer. Lo sabes bien: yo he venido a cambiar eso. ¿Cómo puedes sentir miedo de la luz, que te ayuda y te vivifica? ¿Cómo debo hablar con el amor?
Y dibujó en el aire la palabra áhab (amor). Entendí: con mayúscula...
—Con el Amor, querido mensajero, ni siquiera es preciso hablar Pero, si lo haces, hazlo con la confianza, con el respeto, con la admiración, con la alegría y, sobre todo, con la sencillez que proporciona un amigo...
Dudó.
—El Padre es más que un amigo, y más que una novia o un novio. Háblale, silo deseas, como te hablas a ti mismo. En realidad, aunque no lo sepas, le estarás hablando a Él.
—Sin miedo...
(Pg. 200)
—¿Concibes la luz como un juez? ¿Crees que el Amor lleva las cuentas? ¿Para qué está el perfume? ¿Sientes miedo cuando me hablas?
Negué de inmediato. Podía sentir otros sentimientos, muchos, pero jamás el miedo. Aquellos ojos, como la miel líquida, no habían nacido para asustar o dominar. Eso lo sé, y siempre lo he defendido. La mirada del Hijo del Hombre era un refugio...
—Hablar con el Padre..., como si fuera un amigo, y a cualquier hora, como tú...
—Así es. No importa cuándo, ni por qué. Para hablar con Él no necesitas un motivo. ¿Necesitas una razón para soñar, o para amar?
—Pero, si me dirijo a Él, tiene que ser por algo...
—Sí, ésa es otra equivocación que me gustaría corregir. Al Amor no conviene pedirle nada. Es un error y, además, una pérdida de tiempo. Tú estás enamorado...
Me estremecí. Sabía que lo sabía, pero, así, de pronto...
… y jamás le has pedido nada. Al contrario...
La penumbra de la cueva llegó en mi auxilio. Supongo que estaba rojo, como una amapola. Pero Él pasó sobre mi inquietud de puntillas, como si no tuviera importancia.
Querida Ma’ch... Él lo sabía.
—Si hablas con el Padre —prosiguió con una sonrisa de complicidad—, no pierdas el tiempo. No solicites lo que ya tienes, o tendrás. Y aclaró:
…Si Él te imagina, y es obvio que así es, puesto que estás ahí, frente a mí, Él lo hace con lo necesario para tu supervivencia. Tú no dependes de ti mismo, aunque creas lo contrario, sino de Él. Pues bien, si existes, porque te ha imaginado, ¿por qué te preocupas de lo material? En el Amor, como en el perfume, todo se ordena mágica y benéficamente.
—Entonces —lo interrogué con un hilo de voz—, ¿qué debo pedir?
—¿Qué me pides a mí, cuando estamos juntos?
Buena pregunta. Y me hizo pensar. Jamás le pedí un favor, nada físico. Me bastaba con su compañía y, sobre todo, con su palabra.
Leyó mis pensamientos y movió la cabeza afirmativamente. Después, recreándose, manifestó:
—Oírle es un placer. ¿Te parece poco? Además, dada su condición de Padre, siempre regala algo...
—¿Oír por oír?
—Ese es el secreto que abre el corazón del Amor. Cuanto más quieras, más debes oír... Mejor dicho, más debes oír... le.
—¿Y qué regala?
—¿Y por qué no lo averiguas por ti mismo? Sólo tienes que asomarte al interior...
—Pero ¿cómo empiezo?
Sonrió, divertido.
—Quizá por el asunto de los saltamontes...
Así concluyó la primera conversación en Beit Ids.
(Pg. 221)
…Pensé en recoger algunas muestras y trasladarlas a la «cuna». Los análisis podían ser reveladores. Así lo haría, suponiendo que fuera compatible con los planes del Galileo. ¿Y cuáles eran esos planes? Tenía que despejar la duda. No esperaría más tiempo. Se lo preguntaría ahora. Y con esa intención retorné al abrigo en el que dejé al Maestro.
Sorpresa.
Jesús había despertado, y examinaba, curioso, el interior de la cesta. Al verme, sonrió y exclamó, aparentemente desilusionado:
—Por un momento, yo también creí en los milagros...
Señaló el mensaf, y redondeó:
—Parece que el Padre ha oído tu deseo: cordero, mejor que saltamontes...

…Hallé un Jesús radiante y feliz. Y supe que deseaba hablar. Lo necesitaba. Entonces pregunté sobre sus planes. ¿Qué pretendía? ¿Por qué se detuvo en aquel paraje? ¿Qué buscaba en la colina de la «oscuridad»?
Desplegó con mimo el paño que envolvía una de las «pastillas» de halwa, el apetitoso dulce beduino, y llevó el «turrón» a los labios, saboreándolo. Después se alzó y me indicó que lo siguiera. Caminamos hasta el filo del precipicio. Se sentó en el borde y me invitó a que lo acompañara. Así lo hice, un tanto preocupado por la cercanía del Maestro al vacío. Y la vieja idea rondó de nuevo: ¿podía sufrir un accidente? Por supuesto, guardé silencio. No me pareció oportuno interrumpirlo con semejante (Pg. 222) pensamiento. Y allí permaneció, con el halwa entre los dedos, y las piernas oscilando y jugueteando en el aire. Abajo, a una distancia mortal, el fondo del acantilado...
Esperó a terminar el postre. Jesús era así: cada cosa recibía el afán necesario, y siempre de una en una. Dificilmente emprendía dos asuntos a un tiempo.
Lo espié con el rabillo del ojo. La brisa despejó el bronceado rostro, lanzando hacia atrás los cabellos. Supongo que meditó bien sus palabras. Lo que me disponía a oír era una especie de «declaración de principios»: la esencia de lo que iba a ser su próxima vida pública.
Y habló. Y lo hizo con pasión, y convencido. Quien esto escribe se limitó a oír y a preguntar. Ojalá fuera capaz de transcribir lo que puso ante mí. No todo fue simple. Parte de lo que dijo sigue siendo un misterio para este torpe explorador. Lo confieso. Algunos temas me desbordaron y, sencillamente, resbalaron por mi escasa inteligencia. Quizá el hipotético lector de este diario tenga más fortuna que yo...
Jesús me recordó algo que ya había intuido. Aquel lunes, 14 de enero, fecha de la inmersión en las aguas del Artal, fue el «estreno» —las palabras no me ayudan— del Galileo como Hombre-Dios. Como dije, el día del Señor, su «inauguración oficial» como Dios hecho hombre, o como hombre que recibe la naturaleza divina. A partir de ese mediodía, nada fue igual. El viejo sueño de Jesús —hacer siempre la voluntad de Ab-ba se convirtió en algo inherente (inseparable) a la doble recién estrenada naturaleza del Hijo del Hombre. Hacer la voluntad del Padre Azul formó parte de su sangre y de su inteligencia. Le gustó mi definición: el «principio Omega». Pues bien, ésa era (y es) otra de las incontables ventajas del «principio Omega»: El guía. Así llegó a Beit Ids. Fue su Padre quien lo llevó prácticamente de la mano. Y la elección, como iré relatando, fue un acierto, con una subterránea lectura simbólica. En eso, los evangelistas acertaron: «…y fue empujado por el Espíritu... » Sólo en eso... Pero vayamos paso a paso.
Beit Ids fue el lugar elegido para frenar los naturales ímpetus de Alguien que sí estaba en posesión de la verdad, y que deseaba regalar parte de esa luz. Beit Ids, con sus colinas, sus badu y sus silencios, fue el paraje idóneo para que el Maestro meditara, sobre sí mismo, y sobre lo que pretendía. ¿Y cuál era su objetivo? Lo repitió por enésima vez: despertar al ser humano, zarandearlo, si era preciso, y anunciarle la buena nueva. No todo era oscuridad. No todo era miedo y desesperación. El estaba allí para gritar que Dios, el Padre, no es lo que dicen. El decidió quedarse en la Tierra para destapar la esperanza. Nuestro mundo, por razones que nos llevarían muy lejos, permanece en las tinieblas. Nadie sabe realmente por qué nace, por qué vive, y, sobre todo, qué le espera después, suponiendo que exista algo tras la muerte.
Esa era la clave. A eso vino el Hijo del Hombre: a mostrar la cara de un Dios-Padre que no lleva las cuentas, que no castiga, al que no es posible ofender, aunque lo pretendamos, y que, al imaginarnos, al crearnos, nos regala la inmortalidad. ¡Inmortales desde que somos imaginados! Había llegado la hora de
disipar las tinieblas y abrirse paso hacia la luz: el Padre no era el invento de una mente enfermiza, o de un soñador. El Padre es real, como la roca sobre la que estábamos sentados, o como los olivos que nos observaban en la lejanía, desconcertados ante las hermosas palabras del Príncipe Yuy.
Lo miré, sobrecogido. Los ojos, color miel, se habían bebido el azul del cielo. Todo era suyo, porque suya era la verdad. Y ardía en deseos de bajar al mundo y de proclamar ese «reino» tan distinto, y distante, del que pretendían los seguidores de Yehohanan y del Mesías libertador. Un «reino» del espíritu, que sólo podíamos intuir mientras permaneciéramos en la materia. El «reino» del Padre, el que nos aguardaba después de la muerte: el gran objetivo, el único, el verdadero... Ese era nuestro destino: un camino circular. Habíamos partido de Ab-ba y a Él volveríamos, inexorablemente, una vez cubiertas las prodigiosas aventuras de la vida y de la ascensión por los mundos del «no tiempo» y del «no espacio».
No comprendí bien, pero lo acepté. El jamás mentía. Si aseguraba que el verdadero destino, y nuestra auténtica forma, es espiritual (entendida como energía o luz), yo lo creía. Además de esperanzador, era lógico: el derroche de la vida sólo es comprensible en una «mente» (?) que vive porque imagina...
Pero todo esto —la revelación del Padre Azul a los seres humanos— debía producirse paso a paso. Lo he dicho alguna vez: la revelación es como la lluvia. El exceso o la sequía son perjudiciales. El Maestro lo sabía muy bien. Era necesario esperar, meditar y, en suma, sujetarse a la voluntad del Padre. Y creí entender el significado de las misteriosas palabras: ¿por qué el Hijo del Hombre demoraba tan espléndido trabajo? A mi mente llegó un nombre: Yehohanan...
Tenía toda la razón. Si Jesús hubiera iniciado su período de predicación ese mismo lunes, 14 de enero, ¿qué habría sucedido? ¿Cómo hubieran reaccionado Abner y el resto de los discípulos? Si el Maestro seleccionaba a sus propios íntimos, y arrancaba como predicador, ¿qué clase de reacción habría provocado en el grupo de Yehohanan? Los conceptos eran opuestos. El vidente creía en un Mesías «rompedor de dientes», en un Yavé vengativo, y en un «reino» bajo la hegemonía de Israel. El Maestro pretendía algo más trascendental y revolucionario: despertar la esperanza... para siempre.
No me equivoqué...
El Maestro, inteligentemente, optó por la espera. Sí, paso a paso... El Destino sabía lo que hacía.
Francamente, no envidié su trabajo. Los propósitos del Hijo del Hombre, al menos en aquel «ahora», estaban condenados al fracaso. El lo sabía y, aun así, se sometió al «principio Omega». Recuerdo que le pregunté sobre el particular, y sonrió, con cierta amargura. «Es preciso», fue su única respuesta. Y mi admiración creció. El estaba al corriente: los hombres habían hecho un negocio de los dioses, incluido el del Sinaí, y no resultaría fácil. ¿Alzar la voz y pregonar que existe un Padre, pero que nada tiene que ver con los treinta mil dioses del panteón romano o con el Yavé que defendía la pureza racial? ¿Cómo
convencer a fenicios, egipcios, mesopotámicos, asiáticos o árabes, entre otros pueblos, de la inutilidad de sus creencias y de lo estéril de las divinidades a las que temían? Y, sin embargo, El prendió la llama...
Creía conocer el porqué, pero lo pregunté. Y Él, dócil, lo explicó como si fuera la primera vez. Quizá lo fue (para mi «ahora»).
Todo tenía un origen único. Su encarnación en la Tierra era consecuencia del Amor.
—¿Amor?
Me observó, y me desnudó. Creo que enrojecí. Obvia mente, nos referíamos a «amores» muy distintos...
Yo pensé en ella, pero me equivocaba. El se refería a otra clase de Amor (con mayúscula). Mencionó la palabra áhab (más que enamoramiento).
Y torpe, como siempre, lo interrumpí. Mejor dicho, peor que torpe... No deseaba que preguntara por Ma’ch, y me las ingenié para desviar la conversación. Eché mano de la primera idea que cruzó ante mí. Y ocurrió que ese pensamiento fue la pequeña esfera de piedra que guardaba en el ceñidor. La extraje y se la entregué, al tiempo que me interesaba por su origen.
El Maestro no pareció sorprendido al recuperar la galgal, como llamó a la atractiva ortoclasa de la «nube» azul. La examinó y empezó a juguetear con ella entre los dedos. Me arrepentí al instante. Si la esferita escapaba de entre las manos, lo más probable es que se precipitara en el abismo...
Contemplé el fondo del acantilado, nervioso. Como dije, el precipicio era respetable: más de ochenta metros...
Jesús, divertido, siguió mareando la galgal.
¡Vaya!...
Después, cansado del examen, inauguró otro juego: empezó a lanzarla de una mano a otra...
Pensé en rogarle que detuviera el inocente juego, o que me entregara la piedra. No fui capaz.
Finalmente, atento a los saltos de la ortoclasa, procedió a satisfacer mi curiosidad. La esfera le fue regalada en uno de sus viajes secretos por Oriente. Creo recordar que habló de Tuspa, en Armenia, en las proximidades del lago Van (actual Turquía oriental). Pero me hallaba tan desquiciado con la posibilidad de que la esfera se escurriera, y fuera a estrellarse con las rocas del fondo, que casi no presté atención.
—Esto —dijo— es un regalo...
Detuvo el juego y situó la esferita en la palma de la mano izquierda. Y allí la sostuvo, meciéndola. La galgal pidió socorro, a su manera. Estoy seguro. Y poco faltó para que me lanzara y la rescatara. Las «nubes» azules eran gritos. Pero la galgal, como Ma’ch, era otro amor imposible...
Al menos se había calmado. Y continuó:
—Esto, querido mensajero, es una muestra del amor humano, pero es el áhab, el Amor del Padre, el que lo ha hecho posible, y lo sostiene.
Entonces regresó a sus primeras palabras. Todo tiene un origen único, pero los humanos, limitados en la comprensión de Dios, no sabemos distinguir. Una cosa es el amor humano y otra, muy distinta, el ahab.
Cerró los dedos y ocultó la esfera. Entonces, pícaro, preguntó:
—Dime, mal’ak, ¿crees que tu «amiga» está ahí?
Lo miré, desconcertado. ¿Mi «amiga»?
Asentí con la cabeza, e intenté adivinar sus pensamientos. No lo conseguí. Olvidé que era un Hombre-Dios.
—Pero si no la ves, ¿cómo puedes estar seguro?
—La he visto...
El Maestro sonrió, satisfecho. Y volvió a abrir la mano, mostrándome la galgal. Entonces, auxiliado por el dedo pulgar, siguió agitándola sobre la palma. Y volvió el nerviosismo. Casi no recuerdo su comentario. Sólo sé que la esfera peligraba, y que me lo transmitía en cada destello azul. El abismo la reclamaba. ¿Qué podía hacer?
—Así funciona el Amor del Padre —creo que dijo—. Está ahí, pero no lo veis...
Y continuó jugando y zarandeándola. Iba de una mano a otra, o corría entre los dedos, yo diría que tan aterrorizada como quien esto escribe.
Habló del áhab, y dijo cosas memorables, pero sólo retuve ideas. La voluntad, el corazón y mi flaca inteligencia estaban en otro lugar. Curioso: me interesaba más el regalo, el amor humano, que el creador, y sostenedor, del mismo. Así somos...
Dijo que el Amor del Padre era un «fuego blanco», la expresión que confundió a su hermano Judas («Hazaq») durante la ceremonia de la inmersión en las aguas del Artal. «Del Nombre —oyó— ha nacido el fuego del final.» ¿Fuego, o quizá blanco? Y habló del áhab como una «llama» (labá) que no quema, que no es posible ver con los ojos materiales, pero que «incendia» la nada y proporciona la vida. Dijo que ese Amor es la «sangre» de lo creado. Nace del Padre y circula de forma natural, más allá del tiempo y del no tiempo, más allá del espacio y del no espacio. No es Dios, pero procede de Él, y sólo Él es capaz de generarlo. Sus palabras me recordaron lo que, en nuestro «ahora», conocemos como combustible. Eso podría ser el áhab divino: una gasolina que mueve y da vida, y que es mucho más que amor. No se trataría de un sentimiento, tal y como la mente humana lo interpreta, sino de mucho más: pura acción, puro combustible, puro «fuego blanco» que corre por las «tuberías» de lo creado, y de lo increado, pura fuerza (desconocida), sujeta a las leyes del universo del espíritu (más desconocido aún), pura «gravedad» que mantiene y equilibra (totalmente ignorada). Ahora, en la distancia, me arrepiento de no haber prestado mayor atención a sus palabras. Y doy vueltas y vueltas a lo que manifestó, mientras practicaba el supuesto (Pg. 225) juego con la esfera de piedra, mi «amiga». Entendí que el Amor, como la gasolina, huele, pero ese olor no es la gasolina. Hoy, los seres humanos asociamos determinados sentimientos con el Amor del Padre. Estamos convencidos de que su Amor es eso: sentimientos químicamente puros. Sí y no. Lo que creí entender es que los sentimientos que identificamos como Amor divino no son otra cosa que una consecuencia de esa misteriosa e imparable «fuerza» que brota de la esencia del Padre: el olor respecto de la gasolina, como dije. Y todo, absolutamente todo, depende de esa «energía» (?) una «fuerza» (?), insisto, que está fuera del alcance de la comprensión del hombre, como el arco iris lo está para un ciego de nacimiento. No es posible aproximarse siquiera a la realidad del áhab, aquí y ahora. En consecuencia, ¿cómo pretender injuriar o molestar, a ese Amor? ¿Es que un insecto está capacitado para entender la naturaleza de un oleoducto y el sentido del mismo? Él lo insinuó: pecar contra el Padre, contra el Amor, es tan pretencioso como ridículo. El hombre está capacitado para ofender a sus semejantes, y a sí mismo, pero no a lo que está más allá de las fronteras de su inteligencia. De ser así, ese Dios sólo sería un dios.
Y dijo que el Amor, esa segunda «gravedad» que lo cohesiona todo, sea visible o invisible, se derrama sobre nuestra inteligencia, y surge la poesía, la solidaridad, el sacrificio, la bondad, la genialidad, la tolerancia, el humor y, por supuesto, el amor. Es un «descenso» lógico, y natural, previsto en las leyes fisicas de lo invisible. Utilizó la palabra najat («descender»). Es literalmente correcto que somos una consecuencia del Amor, del áhab de Ab-ba. Somos porque Él desciende. Somos porque el Amor nos «incendia», como no podría ser de otra forma. Por eso la justicia es humana. En las «tuberías» de los cielos —eso entendí— sólo circula el Amor. La justicia implica falta de Amor, y eso es inviable en el Padre. Jesús de Nazaret lo expresó con nitidez: «Cuando despertéis, cuando seáis resucitados, nadie os juzgará. En el reino de mi Padre no existe la justicia: sólo el áhab.»
El Amor, por tanto, sólo tiene una lectura: se derrama. Es la ley de leyes, la auténtica Torá. El que la descubre, o la intuye, entra en el reino de la sabiduría. Y dijo: «El principio del saber no es el temor de Yavé, como rezan las escrituras. Yo he venido a cambiar eso. El sabio lo es, precisamente, porque no teme.» Esa fue otra de las claves a incluir en su «declaración de principios»: el miedo no es compatible con el Amor. Él lo repitió hasta el agotamiento, e incluso lo gritó sin palabras al resucitar.
Pero yo, pendiente del amor, casi no presté atención al Amor. La esperanza estaba a mi lado, sentada en el borde del precipicio, pero no supe verlo...
Guardó silencio un rato y me dejó deambular entre los pensamientos, casi todos maltrechos por los nervios. Después volvió el suplicio. Sin decir una sola palabra, lanzó la esfera al aire, a cosa de un metro, y esperó la caída. La recogió con ambas manos, y con gran seguridad.
Mi corazón sí cayó al vacío, como un plomo.
Y repitió el juego.
Me hallaba al filo del abismo, y de un infarto...
Pero el Maestro, hábil, supo atraparla por segunda vez. Obviamente, no me percaté de la secreta lectura del «juego»...
Sonrió, extendió la palma de la mano izquierda y me mostró la galgal. Los destellos azules eran angustiosos, lo sé.
Entonces, en un tono grave, preguntó:
—¿Por qué te inquieta esta pequeña luz azul, si disfrutas de una infinitamente más intensa y benéfica?
—¿Una luz? —balbuceé—. ¿Dónde?
Señaló mi pecho y, más serio, si cabe, proclamó:
—En el corazón...
No usó la palabra aramea leb, sino lebab, con la que indicaban «corazón y mente», como un todo. Para los judíos, la mente residía en el corazón. En esos instantes, confuso por las peripecias de mi «amiga», no detecté la sutileza del Hijo del Hombre. Pero ahí permaneció, inmutable, en la memoria.
Ese no fue el único despiste. Tomé el comentario por las hojas y malinterpreté sus palabras. Sabía que Él sabía lo de mi amor, y me rendí. Imaginé que la referencia a la «luz», en el corazón, era una clara alusión a Ma’ch.
¿Una luz más intensa y benéfica? Ni siquiera me había atrevido a hablar con ella...
Era el momento. Lo supe. Tenía que vaciarme. Nunca más volvería a hablarle de aquel amor imposible. Y lo hice. Él me dejó hacer. Escuchó atentamente. Se lo agradecí...
No sabía cómo había ocurrido. La vi en el tercer «salto» y me enamoré. Sus ojos me acompañan desde entonces. Sabía que estaba condenado al silencio. Ni siquiera ella lo sabría jamás, aunque lo sabía. Las miradas también pesan, también caminan, también hablan. Sobre todo las de ella...
¿Qué hacer?
Por supuesto, no mencioné a Eliseo.
Sabía que regresaría a mi mundo, y que moriría sin que ella supiera de mis sentimientos. ¿O sí lo supo?
Era, y es, toda mi vida, aunque no la vea...
Inspiré profundamente. Me sentí notablemente aliviado.
Él, entonces, me abrazó con la mirada, y, apacible, habló así:
—Querido mal’ak, te contaré algo...
Fue así como supe de «K», alguien de quien ya había oído hablar por Jaiá, la esposa del anciano Abá Saúl, y por Yu, el chino. Este último la llamaba «Kui».
Escuché con especial atención y, estoy seguro, también lo hicieron los cielos, y los olivos, y las colinas de Beit Ids. Todos prestaron oído a una historia que, probablemente, es cierta.
«K», o «Kui», era una criatura perfecta, imaginada por el Padre Azul. Hoy la identificaríamos con un ángel, pero, a juzgar por las palabras del Maestro, era mucho más. No importa. Yo la imaginé a mi manera, y Él asintió. Por mucho que pudiera acertar, siempre me quedaría atrás. «K» no era varón, ni tampoco hembra. Era, simplemente. Reunía en su naturaleza —no material— todo lo que podamos estimar como complementario: luz y ausencia de luz, sonido y silencio, realidad y promesas, yo y tú, el uno que produce dos, la fuente que mana hacia el exterior y, sobre todo, hacia el interior, el haber y el no haber, el áhab que se basta a sí mismo, pero que no puede detenerse, lo cerrado, que sólo puede ser concebido si está abierto, la quietud y la aspiración, lo que actúa sin actuar, lo amarrado y lo instintivo, la mitad de cada sueño, la libertad y el Destino, lo inminente que nunca es lo que vemos que, a su vez, nos ve, pensar y ser, el rojo del «adiós» y el azul del «vamos»...
El insistió en el término qéren, que podríamos traducir por dual o dualidad. «K», en definitiva, sería lo que hoy entendemos como un ser (?) con la propiedad de presentar, o poseer, dos estados diferenciados e, incluso, opuestos, y mucho más...
Pero un día (?), «K» descubrió que existen el tiempo y el espacio, a los que jamás tuvo acceso. Sintió curiosidad y quiso experimentar. Y se asomó al tiempo. Entonces ocurrió algo nuevo: «K» se dividió en dos. Una parte se hizo mujer; la otra apareció como un varón. Eran las reglas del juego. Si deseaba vivir en el tiempo —es decir, en la imperfección—, tenía que aceptar la nueva dualidad ( siempre vive en el «Dos»). Y muy a su pesar, «K» mujer, y «K» hombre, siguieron rumbos distintos. A veces coincidieron y vibraron, pero los encuentros fueron breves, y la vida terminó distanciándolos. Ella lo añora, y él, a su vez, la mantiene viva en su corazón, pero ninguno de los dos conoce el secreto de «K». El juego prohíbe la reunión definitiva, al menos en los mundos materiales. Él vive, y ella vive igualmente, y experimenta. Ella crece, y él crece. Ella lo ama, y él la ama, pero no saben por qué. Ignoran que fueron, y serán, «K». Y (Pg. 227) llegará el momento en el que mujer y hombre retornarán a su primitivo estado —la forma espiritual— y serán «K». Entonces, a su áhab natural, habrá sido añadida la vivencia humana, el amor, con minúscula.
Mensaje recibido.
Y me atreví a preguntar:
—¿ «K» existe?
La respuesta fue rotunda:
—Itay! (¡Existe!)
—¿Y qué lugar es ése?
—No es un lugar, mi querido mal’ak: «K» no vive en el tiempo y en el espacio. De nuevo debo aproximarme a la realidad, pero no es la realidad. «K» vive en la eternidad...
Y empleó el término ‘alam, que en arameo quiere decir «tiempo remoto», en una aproximación, efectivamente, al concepto de eternidad.
Jesús advirtió mi sorpresa, y matizó:
—Todos seréis «K» algún día. A eso he venido: para anunciaros la esperanza. En realidad, la vida es un sueño..., pasajero. Cuando llegue el momento, tú, ella, todos, recuperaréis lo que, legítimamente, es vuestro...
Y puso especial énfasis en la palabra «legítimamente».
—¿Comprendes?
Negué con la cabeza. Estaba aturdido. Lo único que flotaba en mi corazón es que, si la historia de «K» era cierta, y Él, insisto, nunca mentía, mi amor por Ma’ch sí tenía sentido. Era imposible, pero sólo en el tiempo. Si ella y yo éramos «K», ella, o yo, esperaríamos en el ‘alam, en la eternidad.
—¿Comprendes por qué, al descubrir la esperanza, descubres que lo tienes todo?
Y recordé la plancha de madera, obsequio de Sitio, la posadera del cruce de Qazrin: «Creí no tener nada —había grabado a fuego—, pero, al descubrir la esperanza, comprendí que lo tenía todo.»
Y creí entender, igualmente, el significado del extraño sueño de Jaiá, la mujer de Abá Saúl, en el que se presentó un doble Jasón: el viejo, vivo, y el joven, muerto. «Entonces —explicó Jaiá—, el anciano Jasón habló..., y dijo:
“El amaba a ‘K’ y yo también.” Los dos la amábamos, lógicamente...» Pero ¿cómo pudo soñar algo así?
¿Cómo supo...?
El Maestro leyó mis pensamientos, y sonrió, malicioso. Y se adelantó a mi pregunta:
—Yo no sé nada... No soy un tzadikim. Sólo soy... Dudó. Lanzó la esferita de la «nube» azul hacia lo alto, pero, en esta tercera oportunidad, fui yo quien adelantó las manos, y la atrapé.
—Sí, lo sé —intervine, feliz por la captura—, sólo eres un Dios sin experiencia. ¡Un peligro...!
Jesús mantuvo la sonrisa y, cómplice, añadió:
—Sólo recién llegado... Un Dios recién llegado, como sabes mejor que nadie... Y tienes toda la razón: en breve, seré un peligro...
Le devolví la ortoclasa y continuamos hablando. Fue una jornada muy instructiva. Allí, en la roca de los znun, confirmé lo que había intuido: Beit Ids no era un lugar de paso. Beit Ids fue seleccionado, minuciosamente, para «calentar motores», si se me permite la expresión aeronáutica. En aquel olvidado paraje, lejos de todo, y de todos, en la única compañía de la naturaleza, de los badu y de un loco ( ¿o (Pg. 228) fuimos dos?), el Hijo del Hombre acometió la preparación de su gran sueño: descubrir la cara amable de Ab-ba, la única posible. Fueron treinta y nueve días de reflexión, de constante comunicación con el Padre de los cielos, y de lo que El llamó el At-attah-ani. No he logrado traducirlo, y dudo que exista una aproximación medianamente certera, salvo para los grandes iniciados. Descomponiendo la expresión aparecen at (pronombre femenino que significa «tú»), attah (pronombre masculino, que también quiere decir «tú») y ani («yo»), todo ello en hebreo. At, en arameo, es una palabra de especial significación en lo concerniente a la expectativa mesiánica. Simboliza el «milagro», el «prodigio», o la «señal» que acompañaría a dicho Libertador de Israel. Pues bien, por lo que alcancé a comprender —y no fue mucho—, el At-attah-ani consistió en un «proceso» (?) por el que el At (lo Femenino, con mayúscula) aprendió (?) a convivir (?) con el attah (lo masculino), con un resultado «milagroso»: un ani (yo), integrado por la doble naturaleza anterior: la divina y la humana. Quedé tan perplejo como confuso. Fue otro de los misterios que no me atreví a destapar. Él lo dijo, y yo lo creo. Durante esas casi seis semanas en Beit Ids, las naturalezas humana y divina del Hombre-Dios aprendieron (?) a convivir y a ser «uno en dos». Ese fue el «milagro»: el «tú» (femenino) y el «tú» (masculino) se reunieron en una sola criatura, y apareció el Hombre-Dios. Como dije, escapa a mi ridícula comprensión, y ahí quedó, como un acto de confianza en la palabra de un amigo.
…De todas formas, lo pregunté. Me quedé más tranquilo:
—¿Deseas que te acompañe, Mareh («Señor»)? No molestaré. Sólo te serviré, silo permites. Mientras tú meditas, mientras haces At-attah-ani, mientras hablas con el Padre, mientras preparas la buena nueva, yo cuidaré de lo pequeño. Haré fuego. Conseguiré alimentos. Lavaré la ropa. Estaré atento para que nadie te moleste. Velaré por tu seguridad...
Dejó que me explayara.
—... Con una condición...
Me miró, divertido.
—No más ayunos... involuntarios.
Sonrió con dulzura y asintió en silencio.
—Yo seré el ángel que te sirva...
—No sólo me parece bien, sino, incluso, necesario. Haz como deseas, puesto que lo deseas con el corazón.
—Y otra cosa —lo interrumpí—, no más apariciones y desapariciones. Siempre deberé saber dónde estás...
—Tienes razón —comentó con un punto de ironía—, las apariciones y desapariciones son otro capítulo...
En cuanto a mi seguridad, no temas, mal’ak...
Señaló al cielo y me hizo un guiño, al tiempo que proclamaba:
—Mi gente está ahí, pendiente...
¿Su gente? Y asocié las palabras a las misteriosas «luces» que había contemplado. Pero no indagué. Fue lo más cerca que estuve de la verdad. Ni Él se extendió jamás sobre el particular, ni este torpe explorador insistió en el enigmático asunto. Creo que tampoco hace falta. El hipotético lector de estas memorias sabrá interpretar esos «signos» en los cielos, siempre tan oportunos...
(Pg. 229)
En suma, la estancia en las colinas de Beit Ids fue un período de especial importancia para el Hijo del Hombre, en el que, entre otras cosas, hizo At-attah-ani, algo jamás mencionado y que, desde mi humilde punto de vista, aclara el porqué de su retiro, tras la inauguración «oficial» como Hombre-Dios.
El Maestro, siempre considerado, tomó el desayuno y desapareció sin ruido.
Era lo pactado. El se dirigiría a las colinas, y retornaría antes de la puesta de sol.
Inspeccioné a mi alrededor y me llamó la atención una de las tablas de agba, la tola blanca que se acumulaba en uno de los extremos de la caverna. El Galileo había pintado algo sobre ella, y la depositó en la cabecera de la manta sobre la que dormía este explorador. Utilizó uno de los carbones del hogar. En arameo y hebreo se leía: «Te dejo con la nitzutz. Estaré con mi gente.»
Nitzutz, la única palabra en hebreo, podía ser traducida como «chispa», pero no en el sentido de chispa eléctrica, partícula incandescente que nace de una fricción, o de algo que se está quemando, o destello luminoso, sino como una «vibración» (?) producida por la letra yod, la primera del Nombre santo. Esa yod tenía «vida», y, según los iniciados, la «oscilación» la convertía en una de las letras más agudas y más cercanas a la divinidad. De hecho, como digo, forma parte del Nombre o Tetragrama: YHWH (Yavé) o חךח , en hebreo.
¿Me dejaba, con la nitzutz. ¿Qué quiso decir?

... Lo vi feliz. Procedía del nordeste, probablemente de la colina «778». Traía una vieja canción en los labios. La recordaba del mézah, el astillero de los Zebedeo en el yam: «Dios es ella... Ella, la primera hé.. . » Me miró, sonriente, y entró en la caverna. Y seguí oyendo la canción: «... la que sigue a la iod... Ella. . . » ¿Qué significaba la misteriosa letra? ¿Dios es ella? Lo había pensado en el astillero: ¿Dios es una mujer? Tenía que preguntarle.
Cruzó ante mí y, a juzgar por lo que cargaba, deduje que deseaba tomar un baño.
«... Ella, la hermosa y virgen..., el vaso del secreto... Padre y Madre son nueve más seis... » Y lo vi alejarse por el bosque de los almendros, en dirección al wadi que corría algo más abajo.
Era increíble. Parecía adivinar mis pensamientos. Conforme se distanció, el Maestro alzó la voz, como si deseara que no perdiera detalle del cántico...
«¡Dios es ella! .—retumbó la voz profunda del Galileo entre los perplejos árboles de la “luz”—. Ella, la segunda hé, habitante de los sueños... »
Finalmente, se perdió por el desnivel y, entre las flores blancas y rosas, quedó prendido aquel extraño «Dios es ella»...
El sol, tan atónito como este explorador, optó por desaparecer, y yo le di los últimos toques a las verduras, al hummus, el sabroso puré de garbanzos, especias y aceite, y al felafel, otro plato típico de los badu, consistente en jugosos filetes de caza. Sólo eché de menos el vino, pero todo se andaría...
Cuando retornó, el Maestro se había cambiado de túnica. Ahora lucía la blanca, sin costuras, su vestimenta habitual, y yo diría que favorita; la túnica regalo de su madre, la Señora, testigo de sus mejores y de sus peores momentos. Se inclinó sobre el guisote de verduras y, tras olerlo, me hizo un guiño de complicidad. Y exclamó:
—Esto sí que es gloria...
Lo perdí en la oscuridad del túnel de la caverna. Y quedé pensativo. Yo juraría... Al regresar, lo confirmé. El Maestro se había perfumado con el kimah. La fragancia dominante era la del sándalo blanco. Y todo, a su alrededor, quedó conquistado por una paz que no percibí hasta esos instantes.
Yo fui el primer afectado, sin duda. A lo largo de esa noche, mientras permanecí a su lado, la pesadilla del robo del cilindro desapareció. Fui otra persona. Me sentí sereno, relajado, y con la felicidad sentada en mis rodillas, como pocas veces había sucedido. A partir de ese día, el olor a sándalo en el Hijo del Hombre fue sinónimo de paz interior, o viceversa: ¿su intensa serenidad estimulaba el aceite esencial de sándalo?
Traía una de las maderas de agba en las manos. En ella, como dije, había escrito: «Te dejo con la nitzutz... »
Cenamos. Al principio, en silencio. La paz tiene esa ventaja: se expresa mejor sin palabras. Después, sin preguntarle, colmó mi natural curiosidad, detallando lo hecho en la roca de los znun: fundamentalmente, hablar con su Padre, y hacer At-attah-ani. Se sentía lleno, y dispuesto a regalar. Yo fui el afortunado, en esos momentos, y así lo he trasvasado a este diario. Ojalá disponga de la inteligencia suficiente para saber transmitir tanta esperanza...
Nitzutz, como intenté explicar, es una palabra hebrea, no demasiado clara, ni siquiera para los tzadikim, o iniciados en la sabiduría secreta de los textos santos. ¿Por qué la escribió en los restos del barco del sheikh? ¿Qué quiso decir? ¿Por qué me dejó con la «chispa»? ¿Qué era esa «chispa o vibración» para el Hombre-Dios?
Pregunté, por supuesto, y Jesús rememoró los lejanos tiempos de Nazaret, cuando casi era un adolescente.
Ahora, mi discreta reprimenda en la peña de la «oscuridad» le trajo recuerdos. ¿Reprimenda? Sólo recordé una cariñosa amonestación: «No más ayunos... involuntarios, y no más apariciones y desapariciones.» José, su padre terrenal, también lo reprendió en alguna oportunidad, como consecuencia de sus escapadas a la colina del Nebi. Fue así como nació un juego, ideado por José, para saber qué hacía su imprevisible primogénito. Cada mañana, si Jesús se ausentaba de la casa, tenía que escribir una palabra, o una frase, que identificara el lugar al que pretendía dirigirse, o los propósitos de esa jornada. Y el juego terminó por convertirse en una especie de adivinanza. Jesús escribía una palabra, y el resto de la familia tenía que interpretarla. A la hora de la cena, dialogaban y discutían sobre la cuestión planteada. La mayoría no sabía qué decir, y se quedaba como una estatua. De ahí el nombre final del juego: («estatua»). El joven Jesús era el que más se divertía...
Y de esta forma, sin querer, entré a formar parte del selem muchos años después. El lo agradeció, y yo, infinitamente...
Cada mañana, al partir, el Maestro dibujaba en una de las maderas de tola blanca y me proponía una adivinanza. ¿Una adivinanza? Yo diría que mucho más que eso... Fue una experiencia única, del lado del secreto o tzad.
«Te dejo con la nitzutz.. . »
Agitó las llamas con la tabla que le había servido para el selem y cuestionó, al tiempo que elevaba los ojos hacia el firmamento:
—¿Crees que lo que distingue al ser humano es su inteligencia?
Siguió con la vista fija en las estrellas. Parecía esperar algo...
—Yo diría que sí...
La afirmación no resultó muy convincente, lo reconozco. Tampoco sabía qué se proponía. Quien esto escribe sólo preguntó por el significado de la «chispa».
El percibió el recelo, y fue directo:
—Ha llegado el momento de abrir tus ojos. Eres un mal’ak, y deberás transmitirlo...
Asentí en silencio, pero con la atención puesta en las constelaciones. ¿Se presentarían las «luces» de nuevo?
¿Era eso lo que aguardaba? Creo que el ser humano, en efecto, no tiene arreglo...
—La nitzutz, te lo dije, está en el interior...
La oscuridad disimuló mi torpeza. Una vez más, no prestaba atención a sus palabras...
—¿Por qué te inquietan las luces, si disfrutas de una infinitamente más intensa y benéfica?
Él, entonces, la jornada anterior, al filo del precipicio, hizo alusión a la «nube» azul, a la luz de la galgal. Tenía razón. En esos instantes, este explorador se hallaba pendiente de otras luces...
Y repetí lo ya planteado en la roca de los znun:
—¿A qué te refieres, Señor? ¿Una luz en mi interior? No comprendo...
Y Él, efectivamente, me hizo el mejor regalo que pueda recibir un ser humano: la «chispa» —también utilizó la expresión nishmat hayim o «Espíritu de origen divino»— es el Padre, en miniatura. La «chispa», (Pg. 238) o «vibración», es lo que realmente nos distingue del resto de lo creado. La llamó también «regalo celeste» y «don del fuego blanco» (!).
—Estás hablando de la «luz» de la Torá —lo interrumpí como un perfecto estúpido—. El libro de los Proverbios dice que «ella es luz» (6, 23).
—No, querido mensajero. La «luz» de la que te hablo no puede ser generada por el hombre. En realidad, no es «luz». Te lo he dicho, pero sigues pendiente de otras luces. La «chispa» es Él, que desciende. Otro gran misterio: lo más grande, en lo más pequeño. Cada ser humano la recibe. Cada ser humano es depositario del Número Uno. ¿Recuerdas? El Amor (Áhab), lo que sostiene lo creado, concentrado en el interior: el Padre (Ab) y el Espíritu (lié) en el corazón y en la mente (lebab).
—¿Estás insinuando que el Padre está en mí?
—No insinúo, querido mal’ak: afirmo. Esa «chispa» es y no es Dios...
Sabía que no entendería, y acudió, presuroso, a un ejemplo:
—Lo que recibes, ese regalo azul, es el Padre, pero no lo es, de la misma forma que una gota de agua pertenece al océano, pero no es el océano.
El habló de esto en las cumbres del Hermón, pero no con tanta minuciosidad.
—¿Una gota de Dios? ¿Y por qué en algo tan torpe y primitivo como yo?
Sonrió, malicioso, y replicó:
—Los filetes de felafel estaban en su punto...
Desistí. Ya lo había dicho: la presencia de la «chispa», o de la «vibración divina», o de la gota azul, era el misterio de los misterios. El sabía por qué, pero no era el momento de revelarlo. Tampoco era la clave.
Desde mi humilde parecer, lo importante era la revelación en sí misma: ¡el ser humano es portador del Padre! Para ser fiel a sus palabras: ¡portador de una fracción, de una «chispa», del Amor!
Y continuó hablando, lleno de ternura...
Esa «chispa», como dijo, nos distingue. Es la envidia de las criaturas que viven en la perfección. Sólo «desciende» en los seres del tiempo y del espacio. Algunos «K» —insinuó— se asoman a la imperfección de lo material para llegar a sentir al Padre en su interior...
Entonces, al formular las siguientes preguntas, noté que el perfume cambió. La esencia de sándalo blanco se extinguió, y percibí un claro e intensísimo, perfume a mandarina. ¿Estaba Yu en lo cierto? Y el refrescante olor fue asociado en mi memoria a otro sentimiento: el de la ternura.
—Nunca pude imaginarlo... No es la inteligencia lo que nos distingue del resto de lo creado, sino Él... ¿Y cómo se instala? ¿Cuándo llega? ¿Cómo puedo saber...?
Solicitó calma. Paso a paso. Volvió a elevar el rostro hacia el cielo, y meditó unos segundos. Supuse que no era fácil...
Me miró de nuevo y, en silencio, me entregó la madera de tola. La recibí, sin saber qué se proponía.
—¿Recuerdas tu niñez?
—Por supuesto, Señor...
—Bien, imagina que tienes cuatro o cinco años, e imagina que tienes un palo en las manos...
Empecé a temblar. Algo intuí... Y prosiguió, con un brillo especial en la mirada:
—Ahora supón que soy un perro...
—Pero...
(Pg. 239)
El Maestro dibujó una sonrisa e intentó tranquilizarme.
—Sólo es un suponer...
—Está bien. Ya lo veo: eres un perro...
—¡Vaya, qué rápido! Pues bien, ¿cuál crees que sería la reacción normal en ese niño?
Esta vez, la sonrisa apareció en mi rostro. Levanté el trozo de madera y simulé que lo golpeaba.
Jesús reforzó la sonrisa, y exclamó:
—¡Pégame!
—¿Cómo dices?
—¡Que me pegues!
—¡De eso nada...!
Mantuvo la maliciosa sonrisa, e insistió:
—¡Pégame!
Palidecí. ¿Estaba hablando en serio? Y observé cómo su sonrisa se deshacía... Me negué, nuevamente.
—Recuerda que eres un niño, con un palo, y yo, un perro...
—¡Ni hablar! ¡No lo haré! Y arrojé la madera a las llamas. El, entonces, aclaró:
—Ese niño ha tomado una decisión, ¿no te parece? Asentí, todavía con el susto en el cuerpo.
—Pues bien, mi querido mal’ak, ésa es la respuesta a una de tus preguntas: ¿cuándo llega la «chispa divina» al ser humano? Cuando el niño toma su primera decisión moral: «No pegaré al perro, porque no es correcto... »

—Interesante, Señor...
Jesús lo notó. Dejó de contemplar la tola, devorada ya por las lenguas rojas, y me miró, aparentemente sorprendido.
—¿Conoces el tema? ¿Te he hablado de la «chispa»?...
—Sí —repliqué mecánicamente—, una vez, o quizá dos...
Las «luces» se reunieron en la estrella Spica, y allí se mantuvieron, inmóviles y camufladas.
—Esto es preocupante —se lamentó el Maestro—. Ahora resulta que no recuerdo lo que digo...
—No, Señor, es que una de las alusiones fue... Mejor dicho, será...
(Pg. 240)
Me detuve, perplejo. «Será en el futuro», estuve a punto de decir. Y opté por guardar silencio. Mi mente no daba más de sí... La tola blanca se consumió, y quien esto escribe formuló un pensamiento en voz alta:
—Ahora comprendo: «Te dejo con la nitzutz... Estaré con mi gente. »
Jesús asintió, feliz.
Ninguno de los dos lo expresamos, pero sé que tuvimos el mismo pensamiento: su «gente» eran los de las «luces»...
—¿Decías?
—Pensaba en tus ángeles...
—¿Pensabas en ti mismo?
No exactamente, pero...
—Regresa a la «luz» principal, y olvida las otras...
Mensaje recibido.

Sí, todavía flotaban muchas dudas en mi corazón. Y, de pronto, movida por esa «fuerza» (!) que siempre me acompaña, apareció en la mente la imagen de Amar, el anciano desequilibrado que me acompañó en el ascenso a la colina «778». Era una buena pregunta, y se la formulé con crudeza: ¿qué sucede con los seres humanos que no disfrutan de la capacidad de tomar decisiones morales? Los hay a millones. ¿Qué debía suponer ‘respecto a los niños con deficiencias psíquicas? ¿Los habita la «chispa»?
El Maestro me reprochó la duda. No lo dijo así, pero lo sé.
—¿Crees que el Padre olvida a los mejores? Para ocupar esos puestos es preciso mucho valor... Casi todos son «K».
Y añadió, rotundo:
—En esos casos, el Amor desciende mucho antes... Me sentí avergonzado, y cambié de asunto.
—¿Y dónde reside ese fragmento del Padre?
El Maestro iba de sorpresa en sorpresa. Movió la cabeza, negativamente, y preguntó a su vez:
—¿Por qué malgastas tu tiempo con esas cuestiones? ¿Qué importa cuál sea el escenario en el que habita la nitzutz? Te lo dije allí arriba...
Y señaló hacia la peña de la «oscuridad».
Cierto. Él mencionó el interior (lebab). Más exactamente, el corazón y la mente, a un tiempo. Y, obstinado, insistí:
—Pero ¿dónde?
Jesús, que no deseaba retroceder, decidió despabilarme:
—Si tú me dices dónde reside la inteligencia, yo te diré en qué lugar permanece la «chispa»...
Utilizó el término arameo sokletanu, y muy hábilmente. Sokletanu era sinónimo de «inteligencia», pero en el más amplio sentido de la expresión: capacidad para sobrevivir, sentido de la intuición, posibilidad de expresión en territorios como el de la belleza, la justicia o la generosidad, y facultad de comprensión.
Era imposible. Ni siquiera hoy, en nuestro «ahora», se sabe con seguridad qué es la inteligencia y, mucho menos, dónde descansa. Me rendí. Estaba claro que eran otras las cuestiones que merecía la pena plantear...
—¡Y para qué sirve? ¿Qué gano al recibirla en mi mente?
(Pg. 241)
Jesús rió de buena gana. Supongo que me consideró incorregible. La verdad es que no fue una trampa. Lo de la «mente» se me escapó, sin más. ¿O fue el subconsciente?
—Está bien... tú ganas: en la mente...
—¿En la mente? Pero eso es como no decir nada...
Guardó silencio, divertido. En realidad, siempre era yo quien resultaba desconcertado en aquellos juegos dialécticos. Mejor dicho, en aquellos supuestos juegos dialécticos.
El Maestro recuperó el rumbo de la cuestión, y replicó:
—¡Me asombras, querido mensajero! ¿Podrías decirme para qué sirve que vosotros hayáis «descendido» hasta aquí?
No tuve palabras. Le asistía la razón. Aun así, haciéndose cargo de mi profunda ignorancia, maravillosamente compasivo, me proporcionó algunas pistas:
—¡Él es el Amor!... ¡El te ha escrito en la eternidad!... Fue subrayando las expresiones, y dejando que me empaparan lentamente. Creo que no he olvidado ninguna...
¡Eres suyo!... ¡Le perteneces, porque El te ha imaginado, y eres!...
Su asombrosa seguridad penetró hasta los huesos.
Dame una razón: ¿por qué tendría que olvidar lo que es suyo?
Silencio. Si era así, lo lógico es que esa fracción divina me habitara. Pero había más.
—¿Qué ganas al recibirla... —inició una pícara sonrisa y terminó la frase— en tu mente?
—Ni idea.
—De nuevo me veo obligado a aproximarme, sólo aproximarme, a la realidad, no lo olvides...
Aguardé, impaciente, al igual que las «luces» que se escondían entre los destellos azules de Spica. Ellas, como yo, no estaban allí por casualidad...
—El descenso del Padre en el ser humano provoca el nacimiento de otra criatura, de la que hablamos en el Hermón: el alma inmortal.
Lo recordaba. El se refirió a la nis’mah («alma», en arameo) en una de las inolvidables conversaciones en la montaña sagrada, a lo largo de la última semana en el campamento, en agosto del año 25.
—El alma —comenté—, una criatura interesante...
—Una «hija» de la «chispa», aunque ella no lo sepa, de momento...
—¿Qué quieres decir?
Tuvo que hacer un nuevo esfuerzo, lo sé. Las realidades que estaba enumerando no pertenecen al mundo de lo visible y, en consecuencia, no hay conceptos que puedan vestirlas. Se ajustó al mundo de los símbolos, el más adecuado, aunque lejano...
—El alma, como un bebé, nace ignorante, aunque amorosamente abrazada por el Amor. Necesitará tiempo para dar sus primeros pasos, ser consciente de quién es, y hacia dónde dirigirse. Como te digo, al aparecer, el alma no sabe que es inmortal. Lo descubrirá, pero antes debe ocuparse de crecer. Ella será el recipiente que acogerá la personalidad del nuevo ser humano. Ella es la materialización del nuevo hombre, o de la nueva mujer...
Algo sabía al respecto, pero quise oírlo de sus labios. El jamás mentía...
—Alma inmortal...
El Maestro, consciente de la trascendencia del momento, dejó correr los segundos.
(Pg. 242)
Empezó a notarse el frío de la noche. Me levanté, entré en la cueva y me hice con una de las mantas. Retorné frente al fuego, y cubrí los poderosos hombros del Hijo del Hombre. Después, repetí el comentario...
—Alma inmortal. Eso quiere decir que, una vez imaginados, vivimos para siempre...
El Galileo aproximó las palmas de las manos a la hoguera y dejó que el calor lo recorriera. Me miró con dulzura y percibí el perfume del kimah, como una ola...
—Sí, lo hemos hablado... La inmortalidad es uno de los regalos del Padre. No depende de nada. Es un regalo del Amor. Como te he mencionado, el Amor actúa, sin más. No precisa condiciones. No pide nada a cambio. No pregunta, ni tampoco espera respuesta. El Amor sabe. El Amor te cubre, y te arropa, porque sí...
Inspiré profundamente y me dejé embriagar por aquella esencia. El jamás mentía...
Y, sin palabras, lo abracé con la mirada, tal y como El tenía por costumbre. Aquel Hombre me devolvió la esperanza. Ahora sí lo tengo todo...
¡Inmortal!
Y redondeó:
—Inmortal, aunque ella no lo sepa, o no lo acepte. El alma está destinada a Él. Terminará donde empezó, aunque no lo entienda. Ella ha sido dotada de lo necesario para elevar al hombre por encima de lo material y, muy especialmente, para buscar el Origen. Con ella nace el pensamiento. Ella es el naggar del barco interior. Ella es la responsable de la arquitectura de la personalidad. Ella está preparada para buscar, aunque no sepa qué. La «chispa» le ha concedido el magnífico don de la inquietud, y no descansará hasta que descubra quién es realmente, y de dónde procede. Ella está sujeta a la razón, pero sólo hasta que decida poner en funcionamiento lo que tú llamas «principio Omega»: hacer la voluntad del que la ha creado... Entonces, el alma será también intuitiva, e iniciará la magnífica aventura del sabio que, además, sabe quién es.
(Pg. 243)
Y el Maestro continuó saciando la curiosidad de quien esto escribe. El gran regalo del Amor —la «chispa»—, como habrá intuido el hipotético lector de este diario, era uno de sus temas favoritos. Cuando hablaba de Él, no existía tiempo, ni medida. Ahora lo comprendo. Es la «llave maestra» que abre todos sus mensajes. El Padre nos imagina —El sabe por qué—, desciende sobre nosotros, nos habita, nos regala una alma inmortal, y nos lanza a la más prodigiosa de las aventuras: buscarlo.
« ¿Qué gano al recibir esa “chispa” en mi mente?»
Y siguió enumerando las ventajas...
Esto es lo que recuerdo:
La «chispa» o nitzutz —así lo entendí—, es una criatura (?) que contagia, por naturaleza. ¿Y qué transmite el Ahab o Amor? Todo, menos miedo. Por eso, el miedo sólo es viable en aquellos que todavía no han descubierto la «chispa». Para el que sabe que está ahí, en el interior, o, sencillamente, la intuye, la bondad es lógica, la acción es continua, la serenidad es irremediable, la misericordia es el paisaje, y la inteligencia es el «principio Omega». La «chispa» —insistió— lo contagia todo. Es su característica. El es así. Y no hay antídoto. La inmortalidad no tiene retroceso, ni funciona con condiciones. Eres o no eres.
La nitzutz, o «vibración» del Padre Azul, es una jugada maestra. El desciende, y controla. El vive porque tú vives. El recibe y emite, del Padre, y hacia el Padre. Hoy la llamaríamos «baliza divina». El conoce cada milímetro de tu recorrido, porque así lo (te) imaginó, y porque lo hace contigo. El sabe del número total de tus parpadeos, porque los cuenta. El sí tiene información de primera mano. El sabe cómo te llamas, aunque nunca te reclamará. Eres tú quien debe descubrirlo. Será el hallazgo de los hallazgos. Entonces comprenderás todos los «por qué». El sólo lleva las cuentas de tus dudas, y cada una lo considera un éxito. Si Él deseara la certeza en tu corazón, no habría permitido que te asomaras al tiempo y
al espacio. Él es el misterio, desgranado.
La «chispa» es el «piloto» del alma inmortal. Ella gobierna en el silencio, y en la profundidad de las emociones. Ella es la fuente de los sentimientos. Ella es la que susurra la piedad, y la que inspira la confianza. Ella es la intuición, la mirada del Padre. Ella es el cristal que te permite distinguir la belleza.
Ella es el Espíritu que te mueve hacia los territorios de la generosidad. Ella es la voz que confundimos con la conciencia. ¿Desde cuándo la mente tiene voz? Ella mantiene el rumbo de tu destino, aunque no lo comprendas, ni lo aceptes. Ella, finalmente, te dejará el timón cuando la descubras (cuando comprendas).
La nitzutz es tu mar interior. En todos los seres humanos es diferente. En algunos, serena. En otros, bravía. Puedes navegarla, bucearla y, sobre todo, disfrutarla. Si la dejas hablar, serás un sabio. Por eso, al descubrirla, los hombres enmudecen. Y el silencio es la mejor de las respuestas. Ella es otro mundo (el verdadero), sin salir del tuyo. Ella es el «reino de los cielos», del que tanto habló el Galileo, y que muy pocos comprendieron. Ella no es Yavé, ni remotamente...
La «chispa» no es definible, como no lo es lo inmaterial. Lo «sin fin» no puede ser amarrado con las cuerdas del entendimiento humano, que siempre tiene fin.
Todo cuanto me reveló es tan aproximado a la realidad como Omaha al sol. Pero mi deber es transmitirlo...
Y dijo también que la «chispa» —el gran regalo del Padre— es lo que queda cuando te han abandonado, o cuando estimas que el fin te ha alcanzado. Con la «chispa», la soledad nunca es negra, ni rabiosa. Ella siempre parpadea en algún momento, y hace el milagro: la esperanza está a tu lado, pendiente, y convierte la supuesta negrura en penumbra. Somos tan limitados, y poderosos, a un tiempo, que creamos la oscuridad y, en el colmo de lo absurdo, nos la creemos. «Chispa» y oscuridad son incompatibles. «A eso he venido —repitió una y otra vez—. Ésa es la buena nueva: el Padre está en el interior, hagas lo que hagas, y seas lo que seas... »
La nitzutz no depende de tu voluntad. Ella desciende, sin más. Eso es un Dios de lujo. No hay trueque.
Las condiciones las pone el hombre y, obviamente, se equivoca. El Padre no requiere, ni necesita, no (Pg.244) exige, ni tampoco espera. La «chispa» es suya, y a Él retornará cuando concluya la gran aventura del tiempo y del espacio. E insistió:
—¡Confía!
Es la «chispa» la que te hace fuerte, inexplicablemente. Es del azul del Ahab de donde bebes, y del que consigues la fuerza de voluntad, incluso cuando caminas detrás de ti mismo...
Es Ella el tronco del que florece la intuición. Cuanto antes la descubras, más y mejor disfrutarás de la característica humana por excelencia. Cuanto más próximo a la «chispa», más intuitivo. Cuanto más intuitivo, más certero. Cuanto más certero, menos necesitado de la razón. Cuanto más lejos de la razón, más al sur de la mediocridad. Cuanto menos mediocre, más tú...
La nitzutz, además, contagia la imaginación. Ninguna otra criatura mortal está capacitada para soñar despierta. Es otra de las distancias siderales que nos separan del mundo animal. Ellos, los brutos, jamás podrán crear, o prosperar, porque no disponen de la «gota azul» en el interior. Ellos, los animales, carecen, por tanto, del alma que elabora el «Yo». Ellos no saben quiénes son, ni lo sabrán jamás. Ellos no se hacen preguntas, ni buscan a Dios. No es su cometido. Su única inmortalidad está en nuestra memoria.
Al practicar la imaginación, la «chispa» entreabre la puerta del futuro, y muestra cómo seremos: como Dioses (con mayúscula). Dioses creadores de universos que sólo nosotros imaginaremos. En realidad, eso es el Padre: la imaginación por encima del poder. Ahora no lo sabemos, pero nunca somos tan iguales a Él como cuando desplegamos la imaginación. Es la «chispa» la que desnuda la belleza, y hace concebir la poesía. Es Ella la que ordena los sonidos y los silencios, y dibuja la música. Es la nitzutz la que golpea la piedra y deja escapar el arte. Es Ella la creadora de unicornios azules. Es Ella la que provoca los sueños, y los archiva. Es Ella, con la imaginación de la mano, la que anuncia el «reino» del que procedes —tu «patria»—, y al que, necesariamente, volverás. Un «reino» del espíritu, en el que imaginar es ser. La nitzutz es la perla que sí hallarás en la amatista, si sabes buscar. Ella es el genio que no descansa, y que bombea ideas. No importa sexo, raza o condición. Es Ella la que nos hace espiritualmente iguales. La «chispa» es la clave. Ninguna «gota azul» es mejor o peor. El Padre, sencillamente, es. Todas las «chispas» son Él, y todas descienden de Él, aunque Él es mucho más...
Esta fue la «piedra angular» que sostuvo el magnífico «edificio» levantado por el Hijo del Hombre. Pretender la superioridad, intentar acaparar la razón, o creerse en posesión de la verdad es no saber (todavía) que nos habita un Dios. Y lo que es peor: es no saber que esa «chispa» se reparte con el mismo Amor, y en la misma «cantidad».
Entonces, mientras hablaba, la noche cambió de perfume, y percibí la esencia del tintal, algo parecido al olor a tierra mojada. Y asocié dicha esencia con la esperanza...
No me equivoqué. Jesús comparó la «chispa» con el mejor de los «mensajeros». Y al llamarla mal’ak me miró intensamente.
Mensaje recibido.
Es la misteriosa fracción (?) del Padre Azul, que un día toma posesión de nosotros, quien se ocupa de sembrar esperanzas. El las despabila, y las reparte. Y cada día se presentan ante nosotros. Otra cuestión es que alcancemos a verlas. Pueden ser inmensas, o esperanzas que caben en la palma de la mano. Eso poco
importa. Lo fascinante es que, mientras hay «chispa», hay esperanza. Y es justamente la esperanza —la confianza en algo— el oxígeno de la jovencísima alma que ha llegado al paso de la «chispa». A más esperanza, más oxígeno. Cuanto más oxígeno, más felicidad. Pero el cargamento de esperanza no depende de nosotros. Cada ser humano nace con un cupo. Eso entendí. Después, tras la muerte, la esperanza deja de ser intermitente, y nos abraza. Ya no será el doble renglón del libro de la vida. La esperanza será el «ADN» del alma. Por eso no hay palabras. Por eso insistió, una y otra vez: «Confía.» La esperanza es la sombra de la «chispa». La primera no es posible sin la segunda. «Confía.» Sólo los seres humanos disfrutan de un sentimiento tan gratificante. ¿Has visto a un perro esperanzado? La felicidad de los animales es la sombra de la esperanza humana. «mal’ak! Cuando experimentas la esperanza —añadió, feliz—, lo tienes todo... » La esperanza es otra demostración de la existencia del Padre en el interior del (Pg. 245) hombre. Es un guiño del Amor. Sólo tú sabrás comprenderlo. Sólo el ser humano reúne las condiciones  necesarias para acoger la esperanza, y abrazarla. Si te aproximas a esta realidad, te habrás acercado a la mismísima esencia divina. «Confía, mal’ak.» La «chispa», ahora, prepara al hombre para un estado de felicidad casi completo, tan incomprensible para la corta inteligencia humana como la estructura interna de la inmortalidad. «Confía...»
Es Ella, en definitiva, la que nos hace humanos. Es la nitzutz la que nos diferencia del resto de la creación. Ella es el milagro, y el gran enigma, no resuelto ni por los ángeles. Nadie sabe por qué, pero el Padre ha elegido lo más pequeño, y lo más primitivo, para acomodarse en el tiempo y en el espacio.
Somos unos recién llegados con suerte. Por eso decía que nos envidian. Por eso, en parte, los «K» lo dejan todo, y descienden a la imperfección...
Es la «gota azul», que nos distingue, la que tira del alma hacia Dios. Es lógico que Ella se incline hacia sí misma. Sólo su presencia justifica la desbordante inquietud del ser humano por lo trascendente. Ningún animal se atormenta con las grandes preguntas: ¿quién soy?, ¿por qué estoy aquí?, ¿qué será de mí? Es el alma inmortal quien debe hallar las respuestas, siempre susurradas por la «chispa». Y llega el día, al intuir, imaginar, o descubrir que el hombre está habitado por el Número Uno, cuando la vida adquiere sentido. Entonces, «Omega es el principio». Entonces, al comprender, el alma se vacía por sí misma, y deja que la «chispa» la llene. Entonces, según el Maestro, al arrodillarse, y reconocer al Buen Dios que
nos habita, es inevitable que nos sentemos en sus rodillas, y que dejemos hacer al Amor. Es lo que este explorador definió como el «principio Omega» (hacer la voluntad del Padre). Y en ese instante, Ahab hace el prodigio: la inmensa maquinaria del universo visible, y del invisible, se coloca al servicio del más humilde. Es el secreto de los secretos, al alcance de todos, aunque muy pocos llegan a destaparlo. «Confía, mal’ak. Existe un orden... »
Y la voz de la nitzutz se oye «5 x 5» (fuerte y claro): «Serás lo que Yo soy.» A partir de ese prodigioso momento, cuando el ser humano se entrega a la voluntad del Número Uno, la voz de la «chispa» deja de ser un susurro. Y la esperanza, al fin, se convierte en huésped permanente del alma. Es un anticipo de la «gran aventura»...
Después la comparó con un «amigo fiel», algo difícil de hallar, casi único. Utilizó las palabras dod neemán, con un evidente, y al mismo tiempo, oculto significado. Según la Cábala, las letras de dicha expresión suman 155; es decir, Dios, como Señor, y como Amigo. Ahora, en la distancia, al analizar sus palabras con detenimiento, sigo perplejo. «155» es también «2», reduciendo la suma de los dígitos a un solo número. «Dos» era justamente Él: el Príncipe Yuy, el «amigo fiel», el mejor que he tenido, el «rostro» del Padre en la Tierra, el Dos que procede del Uno, como la «chispa»...
Miré a lo alto. Las «luces», supongo, continuaban camufladas entre los azules de la estrella Spica, tan desconcertadas como quien esto escribe. Tampoco se movieron. ¿Cómo hacerlo cuando alguien te obsequia una revelación de semejante naturaleza?
Algo sabía, no mucho. Algo apuntó meses atrás, en las inolvidables noches del Hermón. Pero mi alma —ahora sí debo hablar como Él me enseñó— solicitó más.
—¿Qué más?
El Maestro avivó las llamas, y dejó que mi corazón se sentara junto a la hoguera. Sonrió, y solicitó calma.
No era su voz la que estaba oyendo, sino la del Padre, la de mi propia «chispa».
—Y así será —sentenció—, de ahora en adelante. Oirás mi voz, sí, pero no seré yo quien te hable.
Señaló mi pecho, y repitió:
—¿Recuerdas?
Asentí.
—Sí, Maestro... Una luz en mi interior. Ahora comprendo.
(Pg. 246)
—No, mal’ak, no puedes comprender, pero no importa. Es suficiente con la confianza. Después, cuando llegue tu hora, transmite lo que el Padre te ha mostrado. Ahora no eres consciente: tu nitzutz se ha puesto en pie, en tu interior...
Dudó, pero, finalmente, expresó lo que se agitaba en su pensamiento:
—¿Tienes miedo?
En un primer momento no supe a qué se refería con exactitud. ¿Miedo a morir? ¿Miedo a no saber expresar lo que había vivido, y lo que, sin duda, me quedaba por conocer? ¿Miedo a fracasar?
—Miedo a saber —se adelantó, comprendiendo mi confusión—. ¿Te asusta ser el depositario de una revelación?
—Me asusta no saber...
Sonrió, agradecido, y tiró con fuerza de las palabras, sabedor de mi absoluta transparencia.
—Presta atención. Jamás miento...
E hizo un breve prólogo, en el que habló de nuevo de la nitzutz. Si no comprendí mal, el Maestro responsabilizó al fragmento divino que nos habita de todas y cada una de las revelaciones a las que tenemos acceso a lo largo de la vida. Ella, la «chispa», las dosifica. De Ella proceden. Y se vale de los medios más insospechados. No es la mente —criatura mortal y al servicio del alma— la que proporciona esas informaciones decisivas, que varían el rumbo de criterios y actuaciones. Es Él, el Padre, quien informa, y lo hace oportunamente. No son los hombres, ni tampoco los libros, quienes iluminan. Es Él, aunque, en ocasiones, pueda servirse de ellos. Y añadió: «Esa revelación llega por dos caminos. A través
de la comunicación directa con el Padre, con la “chispa”, o porque así está establecido.» Entendí que la primera vía es lo que llamamos oración, aunque al Galileo no le gustaba el sentido ortodoxo de la palabra.
Prefería comunicación, o conversación, con la nitzutz. De ese diálogo, en definitiva, nacen las revelaciones. De ahí la importancia de pedir información, o respuestas; nunca beneficios materiales. De esto último se ocupa el Ahab, el «combustible» que todo lo sostiene en la creación, el Amor del Padre. Y no hay pregunta que quede sin respuesta, como tampoco hay sueño que no se materialice..., ambos, en su momento. E insistió: «Ahora, en esta vida, o después... »
En cuanto al segundo camino, prefirió no agotarme.
Él sabía que no estaba a mi alcance. Si no he logrado encajar las piezas que forman mi propia personalidad, ¿cómo organizar el «puzzle» divino? Con su palabra fue suficiente.
La revelación —sublime o doméstica— pasa siempre por la «chispa». Ella la autoriza, y la deposita en el alma, como una flor destinada a hablar en silencio. Es el alma inmortal quien deberá analizarla, y disfrutarla. A diferencia de las flores, las revelaciones no se marchitan jamás. Y mañana proporcionarán hijos...
La revelación, sin embargo, termina aislando a quien la recibe. El anciano Abá Saúl, de Salem, tenía razón: la verdad no está hecha para ser proclamada; no en este mundo. Cuando la revelación llega, si es de gran calibre, abre un enorme cráter en el ánimo del receptor, y queda mudo. Si se atreve a hablar, nadie le cree. Desde ese momento, el ser humano sólo crecerá hacia el interior. Entonces brillará con luz propia,
pero nadie lo sabrá. Jesús lo llamó el «abrazo 3», el único que «abraza sin poseer». A pesar de todo, a pesar de la soledad del que recibe, la revelación es un paso del alma. El bebé está caminando...
—Presta atención, querido mensajero...
Era todo oídos. Pocas veces lo vi tan solemne. ¿Qué trataba de comunicarme? ¿Qué pretendía la «chispa»?
Dirigió el rostro hacia el firmamento. Pensé en las «luces». ¿Se moverían?
No lo hicieron.
—Así está establecido...
(Pg. 247)
—No comprendo, Señor...
—Ahora es el momento. Ahora debes saber... Escucha mis palabras, para que lo que veas, y oigas, sea comprensible para ti y, sobre todo, para los que llegarán después...
Obedecí. Algo especial, y destacado, intentaba transmitirme, aunque no era fácil. De nuevo lo vi pelear con las ideas. Todo se quedaba pequeño; especialmente, las palabras...
—¿Sabes qué es el tikkún?
Asentí con la cabeza. Para los judíos, el tikkún era una especie de misión sagrada. La traían cada hombre y mujer al nacer. Según los muy religiosos, el tikkún tenía un objetivo básico: recuperar y reconstruir la Sekinah o Divina Presencia, huida del Templo por culpa de los pecados de Israel, y en esos momentos en poder del invasor, Roma. Cumplir el tikkún era contribuir a la llegada del Mesías libertador, haciendo la voluntad del Santo. El tikkún, además, era el único camino para alcanzar la salvación. El hombre que cumplía su tikkún era bendecido por Dios. El que lo rechazaba, o descuidaba, quedaba maldito, y sujeto al estado diabólico. Lo llamaban «hombre qlifoth». Estas, digamos, eran las líneas generales del tikkún. Por supuesto, cada escuela rabínica añadía nuevas interpretaciones y matizaciones. Esta, como ya mencioné, era una de las ideas que motorizaba la vida de Yehohanan: derrotar a los impíos y recuperar la Sekinah. Más exactamente, arrebatar la «Luz Divina» a Roma, y depositarla en manos de los sacerdotes y doctores de la Ley. Ellos sabrían devolverle la primigenia unidad.
—También he venido para cambiar eso...
—¿Tú crees en esa misión sagrada?
—Es cierto que existe un tikkún para cada ser humano, pero no como lo interpretan los rabinos...
Aquello, en efecto, era nuevo para este explorador. Y Jesús avanzó un poco más, cautelosamente...
—El hombre no necesita ser salvado. La inmortalidad no depende de su tikkún. Recuerda que es un regalo del Padre. Eres inmortal desde que eres imaginado por el Amor. Eres inmortal sin condiciones.
Y matizó:
—El hombre y la mujer nacen con un tikkún: vivir, sencillamente...
—¿Vivir?
Algo había apuntado en el Hermón...
—¿Qué quieres decir?
—Asomarse a los mundos del tiempo significa experimentar la imperfección. Vivir lo opuesto a vuestra naturaleza original, la del espíritu. Es lógico que nazcas para vivir...
Algo nos dijo, efectivamente, en las nieves del Hermón. Es importante vivir porque ésta es nuestra única oportunidad. Después, tras la muerte, será distinto. Será otra situación, otro cuerpo...
—Sigo sin comprender...
—Te lo he dicho. También he venido a cambiar eso. He venido a proclamar que cada vida, cada tikkún, tiene sentido. Cada tikkún es una cadena de experiencias, enriquecedora. Nada es fruto del azar. Todo, en el reino de mi Padre, está sujeto al orden, y al Áhab...
—¿Tiene sentido el dolor, la enfermedad, la oscuridad...?
—Me lo preguntaste en el kan de Assi, y te repito lo mismo. Hay lugares, como este mundo, en los que todo es posible, incluida la maldad. Es parte de un juego que no estás en condiciones de intuir. ¿Crees en mi palabra?
—Por supuesto, Señor...
(Pg. 248)
—Bien, entonces, acéptala. Cada tikkún es minuciosamente planificado... antes de nacer. Y todo tikkún obedece a un porqué. Nadie es rico, o negro, o esclavo, o ciego, o paralítico, o ignorante, o pobre, o rey, por casualidad. Nadie vive las experiencias que le toca vivir simplemente porque sí, o por un capricho de la naturaleza.
—¿Y quién decide que alguien viva en la sabiduría? ¿Quién establece que uno sea más y otro menos?
Jesús sonrió, malicioso. Empecé a aprender que aquella sonrisa, en particular, significaba «terreno peligroso». Pero respondió:
—Quizá tú mismo...
—¿Yo selecciono la pobreza o el sufrimiento? No lo creo...
La sonrisa permaneció, firme e inmutable. No hubo palabras. Fue la mejor respuesta. Después, tras el elocuente silencio, proclamó:
—A eso he venido, querido mal’ak: a traer la esperanza, la presencia de Ab-ba a los que la han perdido. A eso he venido: a proclamar que cada vida, cada tikkún, obedece a un orden, aunque no podáis comprender...
—Y al nacer, todo queda olvidado...
El Maestro refrendó el comentario con un leve y afirmativo movimiento de cabeza. Él no fue ajeno a esa circunstancia. Necesitó mucho tiempo —casi treinta y un años— para saber quién era en realidad...
—Todo tiene sentido —proseguí, desvelando mis pensamientos—. Sólo es cuestión de vivir...
—Vivir en la seguridad de que todos son iguales, e importantes, para el Padre. Todos cumplen una misión. Todos camináis en la misma dirección, aunque no lo parezca...
—A eso has venido...
—Sí, a refrescar una memoria dormida. Y sé, igualmente, que mis palabras serán olvidadas, y tergiversadas...
—¿Y no te importa?
Lo primero que debes aprender esta noche es que ningún tikkún es reprobable.
Cada persona, una misión. Cada ser humano, un destino. Esa fue la revelación que recibí en aquella jornada, en Beit Ids, y que me apresuro a transmitir tal y como Él lo quiso. Yehohanan, su tikkún. Judas, el Iscariote, el suyo. Poncio, también. Cada hombre y mujer, el que hayan elegido —y lo remarcó—... «antes de nacer». Poco importa el porqué de cada tikkún. Estamos aquí, y ésa es la única realidad. Desde esa fría noche, frente a la cueva, no he vuelto a levantar el puño contra Dios, ni contra los hombres. No tiene sentido. Ahora creo entender muchas de las injusticias, o supuestas injusticias, que veo en la vida.
Antes sentía piedad por los mendigos, y por los desheredados. Ahora también me conmueven, pero menos. Ahora sé que ellos lo han querido así, y debo respetarlo. Es un orden que escapa a mi corto entendimiento, pero que acepto, porque la información nació de Él.
Y aunque el Galileo fue todo lo claro que pudo ser, quien esto escribe, con su habitual torpeza, siguió confundiéndolo todo...
—Si dices que el tikkún es diseñado (?), y aceptado, antes de nacer, eso quiere decir que admites la reencarnación...
Un súbito destello, en lo alto, me distrajo. Pero las «luces» continuaron solapadas. Yo juraría que presencié aquel fogonazo. Blanco. Muy intenso. El tuvo que verlo, necesariamente. Pero siguió a lo suyo. Mejor dicho, a lo mío.
—Dime, mal’ak, ¿mi Padre es santo?
—Tú enseñas que Ab-ba es perfecto, aunque no sé muy bien en qué consiste la perfección...
(Pg. 249)
Se sintió satisfecho, y concluyó:
—Una de las características de la santidad, o de la perfección, como tú dices, es que no repite jamás.
Me invitó a contemplar el cielo estrellado y preguntó, de nuevo:
—¿Puedes indicarme dos criaturas iguales en la naturaleza?
Y pensé: «Ahora se repetirá...»
Pero no. El fogonazo no regresó. El firmamento permaneció sereno y rodante. ¡Lástima!
E insistió:
—¿Hay dos gotas gemelas? Ni siquiera las palabras que salen de tu boca son fruto de los mismos pensamientos. Ninguna es como la anterior...
Y sonrió, benevolente.
—No hagas a Dios a tu imagen y semejanza... Lo hablamos: sólo se muere una vez...
Y fue así como nos adentramos en el territorio de la muerte. Hablamos un tiempo. Después, vencido por el cansancio, El se retiró a la gruta, y quien esto escribe se sumergió en el interior, intentando poner orden en las enseñanzas recibidas. No había duda. El Maestro utilizó el término guilúi («revelación»). Para mí fue un día grande. Mi alma creció, casi hasta la estrella Spica.
¡La muerte! ¡La gran temida! ¡La peor conocida! El lo tenía absolutamente nítido: en el mundo material no hay otra forma más sabia de terminar. Alguien toca en el hombro, y el alma «abre los ojos». Eso es morir. En otros momentos de este diario he utilizado la palabra «resurrección». Seguramente me equivocaba. El matizó, aunque era consciente de la anemia de las ideas humanas. Y digo que me
equivocaba porque el alma, al ser inmortal, no puede ser resucitada. Digamos que experimenta (?) un proceso de «transportación» (?), y que amanece en los mundos «MAT», con un soporte fisico nuevo.
Nadie la juzga. No hay premio ni castigo, en el sentido tradicional. En todo caso, una inmensa sorpresa. «MAT-1» no es el cielo, pero es infinitamente mejor que lo que ha quedado atrás. Y el alma comprende, al fin: sólo ha cumplido su tikkún. Ahora, en «MAT», debe proseguir, siempre hacia la perfección. El cuerpo es sólo un recuerdo, cada vez más difuso.
En eso, las escrituras judías hablan con razón: «... Vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, el espíritu vuelva a Dios, que es quien lo dio» (Eclesiastés 12, 7).
La materia orgánica (El habló de «vestiduras» o begadim) es reemplazada por otro cuerpo físico, igualmente imaginado por el Padre; es decir, asombroso: sin aparato digestivo, circulatorio, ni respiratorio. El habló de una maravilla que se mueve, que siente, y que también finaliza, pero sin el proceso de la muerte. En su lugar, el paso de un «MAT» a otro se registra por medios «diferentes». No pude sacarle mucho más. En esos nuevos «tramos», el alma continuará como «recipiente» de la personalidad. Sencillamente, creceremos. Y al final de los mundos «MAT», aunque ahora está fuera de toda comprensión, el alma podrá «valerse por sí misma». Eso significará que es «luz», y que habrá regresado a su «patria», el mundo del espíritu. Será entonces cuando veremos al Padre. Mejor dicho, será entonces, sólo entonces, cuando seremos como Él. «Omega es el principio.» Y aquel lejano, y primitivo, ser humano iniciará su carrera como Dios Creador...
Y en ello estaba, tratando de ordenar las ideas, cuando las «luces» dieron señales de vida. Esta vez fue hacia el oeste. Primero observé un destello, en la posición que ocupaba Sirio. Y al instante, desde el cinturón de Orión, se encendió una especie de gigantesco faro, que recorrió el cielo, dibujando enormes círculos. Conté tres. ¡Tres círculos de nuevo!
Después, todo volvió a la normalidad. ¡Lástima! De haber sucedido poco antes, el Maestro lo habría presenciado... Y, durante un tiempo, intenté en vano resolver el enigma. Allí, en lo alto, había alguien. Eso era obvio.
Pero ¿quién? ¿Por qué sobre el lugar en el que habitaba Jesús?
(Pg. 250)
Los «intrusos» (?) no se hicieron visibles, al menos esa noche. Pero la imagen del formidable haz de luz, barriendo la oscuridad, quedó grabada en la memoria para siempre, como ocurrió con otros sucesos similares. Tenía gracia. Minutos antes, el Maestro y quien esto escribe habíamos conversado sobre el valor de los recuerdos...
Una vez más, me dejó perplejo. Si sus enseñanzas eran ciertas —y no lo dudo—, aquellas imágenes de las «luces» que volaban en solitario, o en formación, o la increíble esfera que descendió sobre la garganta del Firán, formarían parte de mi «equipaje» al más allá. Eso manifestó en el Hermón, y repitió ahora, en Beit Ids: sólo la dikron (la memoria) sobrevive a la muerte. Ese será el único «saco de viaje» autorizado. El resto, todo lo demás, grande o pequeño, valioso o insignificante, quedará en este mundo. Sólo el alma inmortal y la memoria (lo más exacto sería hablar de memorias, en plural) entrarán en los mundos «MAT».
Necesité tiempo para acostumbrarme a la idea. «Sólo los recuerdos son salvados... » E imaginé al alma, con una maleta en la mano. Una maleta llena de vivencias.
Él, entonces, añadió:
—¿Comprendes por qué es tan importante vivir? Serás lo que sea tu memoria; lo que dictamine tu tikkún.
Y, peor que bien, pretendí recomponer el proceso revelado por el Hijo del Hombre. Vivir. Eso es lo que cuenta. El alma, bajo el «pilotaje» de la «chispa», se ocupa de almacenar dichos recuerdos, y de preservarlos. Parte de esa misteriosa, y delicada, labor de selección y archivo se registra durante la noche, mientras dormimos. No importa que los recuerdos se disipen y desaparezcan. Que olvidemos no significa que las memorias se hayan desintegrado. Después, al morir, el «cargamento» será custodiado por la nitzutz, y entregado al alma en «MAT-1 », cuando «despierte». Y pregunté: ¿por qué la memoria es tan importante? Yo conocía parte de la respuesta: «¿Qué otra cosa puede sustituir a lo vivido?» Incluso el presente es memoria, un segundo después. En definitiva, vivimos para recordar, y recordamos porque hemos vivido.

(Pg. 254)
«Dios no está para ayudar.»
Y el Maestro insistió en la inutilidad de solicitar favores materiales, y lamentó que los seres humanos se acuerden del Padre, única y exclusivamente, cuando «truena»... La «chispa», lo dijo, tiene cometidos mucho más importantes...
«Morir es cuestión de tiempo. Vivir es lo contrario.»
(Pg. 255)
Los esclavos del tiempo —eso creí entender— viven para morir.
«El miedo, desde este momento, es cosa del pasado.»
Si el Padre regala, ¿por qué temer? Los que odian sólo tienen miedo. ¿Y qué es el odio?: amnesia. El que odia no «recuerda» que fue imaginado por el Áhab, por el Amor. Miedo y odio —dijo— no tienen posibilidad en su «reino». Hay que hacerse a la idea...
«Vive más el que sueña.»
Y me invitó a que aprendiera del alma de las mujeres. Ellas practican, mejor que los hombres, el arte de la intuición. Soñar sólo es eso: caminar un paso por delante de la razón. Y dijo más: en lo más recóndito, y escondido, de Dios «vive» lo femenino, el Gran Espíritu. No comprendí muy bien en esos momentos...
«No busques la verdad, porque podrías hallarla.»
Deja la «luz» para cuando seas «luz». Deja lo sublime para el «no tiempo». El Padre —insistió— quiere que seamos santos, o perfectos, pero mañana. Hoy es suficiente con «renacer»...
«¿Desde cuándo la muerte forma parte de la vida?»
El Padre regala inmortalidad (vida). ¿Por qué nos empeñamos en confundir el puente con el río? ¿Quién termina desembocando en la mar, en el Amor: el puente, o las aguas de la vida?
«La verdad no grita. Susurra. . . »
La verdad es tan incomprensible para nuestra limitada naturaleza humana que, ahora, sólo conviene susurrarla. Y matizó: «Susurro interior, claro... »
«Es mejor hablar con los ojos.»
Después de todo, es el «te quiero» más veloz.
«No juzgues, aunque tengas razón.»
En la tabla de tola dibujó también la letra hebrea vav, que simboliza al hombre. Y reiteró: cada cual se limita a dar cumplida cuenta de su tikkún, su misión en la vida. Ni siquiera cuando seas espíritu deberás juzgar. Ni siquiera los Dioses lo hacen...
«Si descubres que vas a morir, continúa con lo que tienes entre manos.»
No estamos en la vida para arrepentirnos, y mucho menos para pedir perdón a Dios. Los hijos deben caminar con seguridad y confianza, no con temor. Nadie tiene capacidad para ofender al Áhab. Ni siquiera los propios Dioses (y volvió a utilizar la mayúscula).
«Lo más hermoso está siempre por suceder.»
Según entendí, ése es el gran secreto del Padre: experto en sorpresas, experto en cocinar el día a día (con amor). Y añadió: «Lo mejor que te ha ocurrido en la vida sólo es una abreviatura de lo que Él te reserva.» Y pensé: «Ma’ch ya lo es...»
«La lucidez obnubila.»
Cuanta más claridad mental (se refirió a claridad del alma), más lejos de la razón y más cerca del Áhab. Y lo desmenuzó como si fuera el alimento de un bebé (en realidad, lo era): cuanto más próximo a la nitzutz, cuanto más consciente de la presencia divina en tu interior, más huidiza y breve te resultará la realidad...
«Dios no duda, eso es cosa nuestra.»
La ley básica de la imperfección es la duda. Sólo el Padre acierta. Por eso no podemos comprenderlo (ahora). Es la duda la que impulsa a caminar, no la certeza. Por eso Dios no se mueve. Nosotros, algún día, tampoco dudaremos. Jesús de Nazaret fue un «atajo», pero muy pocos llegan a descubrirlo.
«Cuando comprendas, tendrás que decir adiós.»
(Pg. 256)
Y lo representó con la iod, la letra hebrea que simboliza a Dios como «Ab-ba (Papá), y como origen del Áhab. Ese «despertar» nunca podrá ser en vida. «Comprenderemos» cuando sólo seamos «interior»... Será la gran «despedida» de nosotros mismos.
«Dios no lucha, pero gana.»
Es el Gran Brujo, que dispone el final, antes que el principio. Si conociéramos el secreto del Padre, estaríamos por encima de Él. Y afirmó, rotundo: «Alguien lo está... Por eso gana, sin necesidad de pelear.»
La revelación, como otras, me superó. No acepté lo que, evidentemente, estaba manifestando. No estoy preparado.
«Si tu dios pregunta, mal asunto.»
Escribió dios con minúscula (ab ba). Y explicó: las preguntas son propias de las criaturas del tiempo y del espacio. En la perfección, en el «reino» de Ab-ba todo «es». Sólo la imperfección está capacitada para interrogar. No debemos confundir dioses con Dioses.
«La sabiduría es una actitud.»
La auténtica, la que nace de la nitzutz, o fracción divina, es una forma de comportarse. Cuanto más sabio, más tolerante. Cuanto más sabio, más abrazo. Cuanto más sabio, más fluido. Cuanta más sabiduría, más amante. Cuanto más sabio, más intuitivo. Cuanto más sabio, más enemigos...
«Dios no pide nada a cambio. No lo necesita.»
No hagáis caso de los hombres —proclamó—. Él, el Padre, está en cada uno de vosotros. Él concede antes de que puedas abrir los labios, y susurra de por vida. Él no perdona, porque no hay nada que perdonar. Él sabe, aunque tú no sepas. Él tiene, porque da. ¿Qué puede solicitar el Amor del amor? Me hizo un guiño, y aclaró: «Sólo que despiertes.» E insistió, e insistió, e insistió: somos inmortales por
naturaleza. Él ya lo ha dado todo. Algún día, cuando finalice nuestro tikkún, la felicidad nos ahogará... «A eso he venido, querido mal’ak: para recordaros que no hay condiciones...»
«La duda no es mal comienzo.»
Ejercitarla es alimentar al alma. Dudar es el estado natural del hombre. Así ha sido dispuesto por los que no dudan. El que aprende a dudar respeta. El que duda desempolva su corazón. El que practica la duda multiplica. El que duda admite sus errores y, sobre todo, los de los demás. La duda, entonces, nos hará valiosos. La duda es un truco de la divinidad: cuantas más dudas, más recorrido. Dudar es el pacto obligado con la «chispa». Si el alma no dudara, ¿cómo podría crecer? La duda embellece porque nos hace más humanos. Dudamos porque vivimos. Dudamos porque buscamos. La duda es la mejor protección contra fanáticos, salvadores y ladrones de voluntades.
«El que adora se asoma a Dios.»
O lo que es lo mismo: el que adora se asoma a la nitzutz. Adorar es descubrir que «viajamos» juntos. Se trata de la máxima expresión de la inteligencia humana. Sólo adoran los sabios; es decir, los que han «despertado», los que no dudan en empezar de nuevo, constantemente. Sólo adoran los que empiezan a saber algo de sí mismos...
Y comprendí: yo jamás había adorado a Dios. Confundí al Padre con la religión.
Adorar, en realidad, es un simple y bellísimo gesto de gratitud. Es lo menos que se debe ofrecer al que nos ha imaginado. Entonces, al arrodillar el alma, Él te levanta a la altura de sus ojos. Jamás, como criatura humana, podrás estar tan próxima al poder y a la fuerza. Es el instante sagrado que bauticé, acertadamente, como «principio Omega». Al adorar, al abandonarse a la voluntad del Padre, el alma entra en la edad de oro. Y repitió: la creación se enciende a nuestro favor. Ya nada es lo mismo. La primitiva criatura humana se ha declarado amiga del Número Uno. ¿A qué más puede aspirar un Dios?
«El que escucha, habla doblemente.»
(Pg. 257)
De eso doy fe. Nada de cuanto he escrito habría sido posible si no hubiera prestado atención a su palabra.
Su presencia fue insustituible, y su mensaje, eterno. Yo, ahora, hablo doblemente, por su infinita misericordia. Hablo para mí, y para los que tienen que llegar. Nada de lo que contiene este apresurado diario es lo que parece. Es mucho más. Es el «doble».
Como repetía el Maestro: quien tenga oídos, que oiga.
«Enamorarse es perder la razón, al fin... »
Y dejó. la cuestión, intencionadamente, para el final. Habló del amor humano, como una interesante aproximación al Áhab. Y precisó: «Sólo una aproximación...» No debería sorprendernos, y mucho menos atormentarnos, la fugacidad del amor humano. Enamorarse es prender una vela que, tarde o temprano, se extinguirá. Pero, mientras dura, ilumina y nos aleja de la razón, la gran enemiga de la duda. Enamorarse es intrínseco a la naturaleza humana, al igual que dormir, o alimentarse. No debemos avergonzarnos jamás por experimentar lo que es inherente a la condición de la mujer y del hombre. Otra cuestión es que el ser humano, en su ignorancia, le quiera otorgar un carácter sagrado, que jamás ha tenido, como no lo tienen las funciones de imaginar, reflexionar, reír o llorar. Y me animó a «confiar», aunque mi amor por Ma’ch fuera imposible... «Lo imposible —sentenció— es, justamente, lo verdadero.»
(Pg. 262)
…Al parecer, lo decidió mucho antes, en uno de sus retiros en la «778». En una de aquellas meditaciones, en aquel, para mí, indescifrable misterio del At-attah-ani, o «engranaje» de lo divino con lo humano, Jesús de Nazaret, un Dios Creador, optó por prescindir de su poder.
¡Dios santo! No sé si seré capaz de transmitirlo...
El Maestro era un Dios, como ya he mencionado muchas veces. Exactamente, un hombre que fue capaz de «identificarse» con la «chispa», o fracción divina. Ahora, en vida, Él era hombre y nitzutz, reunidos en un todo, un Hombre-Dios. Pues bien, aunque escapa a mi comprensión, esa parte divina, esa naturaleza «no humana», continuaba disfrutando del poder, entendiendo como tal la capacidad de crear y sostener.
Él, según explicó, era el Creador de un universo; uno de los muchos que configuran la «parte visible» de la Gran Creación del Padre. Y como tal, como Dios Creador, el Maestro disponía de una inmensa «fuerza», capaz de resucitarse y de devolver a la vida a los muertos. Eso lo sabía, porque fui testigo. Mejor dicho, lo sería...
En esa colina, insistió, tomó la firme decisión de no hacer uso de ese inmenso poder. Dicha opción, si no comprendí mal, afectaba a tres grandes capítulos (?).A saber: renunciaba a su «gente», a los prodigios, propiamente dichos, y a su defensa personal.
Pregunté, obviamente, pero, a pesar de su buena voluntad, y de su generosidad, la «realidad» de la que hablaba se escurría como el agua entre los dedos. Aun así, como digo, me arriesgaré a escribir lo que dio de sí mi corto entendimiento.
¿Quién era su «gente»? Me lo pregunté en varias ocasiones. ¿Eran ángeles? ¿Quizá los seres que pilotaban (?) las «luces» que aparecían en los cielos? Eran criaturas, sin más, a las que no puedo comprender (no mientras permanezca en el tiempo y en el espacio), y que fueron creadas por Él. Mejor dicho, «imaginadas»...
Eran incontables. No eran guerreros, como la pobre mente humana ha llegado a suponer. Eran seres «nacidos» (?) en la perfección, no materiales, que se hallaban a su servicio. Desarrollaban las más asombrosas tareas: desde las «comunicaciones», al «transporte» de la vida, pasando por la «vigilancia» de las criaturas mortales, su «despertar» tras la muerte, y otras funciones que, como digo, escaparon a mis escasas luces: Entre esa fantástica «gente» había que contabilizar a los «K»...
Esa «gente» sabía, perfectamente, de la encarnación de su Dios Creador y Señor. Jamás lo mencionó, pero yo supe que siempre estuvieron con Él: desde la concepción, hasta después de su muerte. Y supe que habían participado en mis sueños...
Una sola palabra suya, una orden, y esas «legiones de ángeles» habrían actuado. Algo le dijo a Pedro en el huerto de Getsemaní, pero este explorador no supo a qué se refería con exactitud. En la noche de aquel imborrable viernes, 7 de abril del año 30, cuando Pedro atacó a Malco, uno de los siervos del sumo sacerdote Caifás, el Maestro, severo, obligó al discípulo a guardar la espada, y le dijo:
—¡Pedro, envaina tu espada!... ¿No comprendéis que es la voluntad de mi Padre que beba esta copa?...
¿No sabéis que ahora mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles..., que me librarían de las manos de los hombres?
Ellos, los apóstoles, y yo, quedamos aturdidos. ¿De qué hablaba? Algo insinuó en el Hermón, y ahora lo amplió, en la medida de sus posibilidades.
Su «gente», salvo que fuera la voluntad del Número Uno, permanecería al margen. Jesús desarrollaría su trabajo en la Tierra sin la ayuda de los que, habitualmente, le sirven en el «reino». Él renunció a su «gente», pero ¿renunció su «gente» a Él? Esa era la cuestión. Una cuestión que me reservaba interesantes sorpresas...
Curiosamente, las «luces» no volvieron a ser vistas sobre Beit Ids. Yo, al menos, no las detecté...
Pero «ellos» permanecieron allí, muy cerca, como tendría la oportunidad de verificar pocas horas después.
La segunda noticia me dejó más confuso, si cabe.
—Querido mensajero —aclaró-—, no recurriré a los prodigios, salvo que sea la voluntad de mi Padre...
Era igualmente simple. Si acerté a comprender, lo que el Maestro trató de transmitirme era su renuncia, total y sin condiciones, a la posibilidad de hacer milagros. Su poder era tal que podría haberse presentado sobre una nube, y rodeado de rayos y truenos. No era eso lo que deseaba. Él quería «despertar» al hombre, pero por la magia de la palabra. Aborrecía la idea de ganar adeptos por el solo hecho de que pudiera convertir las piedras en pan, o de que pudiera fulminar a las legiones romanas. No era el camino que le agradaba, aunque hubiera sido legítimo. De hecho, ésa era la idea del Mesías libertador que dominaba entre los judíos. Jesús lo sabía muy bien. Ese ansiado Mesías, cantado desde antiguo por más de quinientos textos religiosos, sería un rey, hijo de la casa de David, enviado por Dios y dotado de los más asombrosos poderes, que utilizaría, sin reparo, para situar a la nación judía en lo más alto de la categoría social humana. Lo he dicho, y no me cansaré de insistir en ello: el Mesías de los hebreos, al que siguen esperando, era un hombre y un superhombre al mismo tiempo; era un rey y un libertador político;
era un sacerdote y un juez; era un sanador y un hacedor de maravillas que doblegaría a los impíos (Roma) por la fuerza de la espada, y que sometería al mundo tras un baño de sangre. Los que lo conocimos, aunque fuera mínimamente, supimos que el Hijo del Hombre se hallaba muy lejos de esa concepción mesiánica. Él no era el Mesías. Era mucho más...
Y decidió demostrarlo, como digo, sin alardes, y por el poder de su palabra. Quería regalar esperanza, y alzar los ánimos de los deprimidos y desheredados, por la fuerza y la originalidad de su pensamiento. Para ello, el primer paso era renunciar a su poder personal.
—Nada de milagros, salvo que el Padre estime lo contrario.
Lo miré, desconcertado. Entró en mi mente y leyó...
—Los milagros (creo) se producirán...
Asintió con la cabeza, en silencio, y sonrió con cierto aire de complicidad.
—Entonces —intervine, sin alcanzar a comprender la profundidad de lo que estaba planteando—, tú no estarás de acuerdo con esos prodigios...
—Yo siempre estoy de acuerdo con la voluntad de Ab-ba, aunque ahora, en la carne, pueda sufrir por ello...
Y añadió, misterioso:
—Y no olvides, querido mal’ak, que, a su lado, soy un Dios menor...
Dejé escapar la oportunidad. No fui capaz. No tuve valor. No acerté a despejar el enigma de aquella frase:
«Soy un Dios menor… ».
(Pg. 264)
Lo vi decidido. Deseaba renunciar a las maravillas. Pero, entonces, ¿qué debía pensar sobre los milagros que, supuestamente, le atribuían? ¿Es que no tuvieron lugar? Eso no era posible. Yo había visto (yo vería) a un Lázaro vivo que, según sus familiares y amigos, falleció tres días antes de ser resucitado. ¿Fue obra del Padre, o de Él? A decir verdad, yo no fui testigo de la muerte del vecino de Betania...

Por último, el Galileo se negó a utilizar su poder en beneficio de su integridad física.
En un primer momento, tampoco caí en la cuenta de lo que estaba anunciando.
Habló de la violencia. Yo sabía que la rechazaba, pero no imaginé hasta qué extremo. Jamás se defendería, ni siquiera cuando le asistiera la razón. Cuidaría de su cuerpo, obviamente, y trataría de no correr peligros innecesarios, pero —insistió— no acudiría a su poder para librarse del dolor, o para satisfacer sus necesidades básicas. No emplearía su capacidad creadora para favorecerse. Y lo cumplió: auxilió a muchos, pero Él se olvidó de sí mismo. También me lo pregunté: ¿estaba sujeto a los accidentes? Y recordé mi preocupación en las proximidades de la cueva, al oír los gruñidos del supuesto jabalí y los aullidos de los lobos, cuando se hallaba en lo alto de la colina de la «oscuridad». Me eché a temblar. Según esta declaración, el Maestro podía sufrir cualquier tipo de contingencia...
Sonrió, e intentó tranquilizarme. Y habló de algo que me resultó familiar:
—No te alarmes. Nada se mueve sin el consentimiento del Padre...
Fue después, algún tiempo más tarde, cuando comprendí. Ese domingo, 27 de enero del año 26 de nuestra era, el Hijo del Hombre ya sabía cuál era su destino. Lo supo durante uno de los retiros en la «778». Lo supo cuatro años y sesenta y seis días antes de su crucifixión. Lo supo desde el principio, pero lo guardó en lo más profundo de su corazón...
«Renuncio a mi poder... »
Y ocurrió algo que nunca imaginé. Podría silenciarlo, pero no debo; no sería justo con Él, y tampoco conmigo mismo. No sé por qué sucedió. Quizá lo vi tan próximo, tan humano... La cuestión es que dudé.
Ahora me avergüenzo, pero así fue: dudé de su poder. Él habló, y habló, de sus inmensas posibilidades como Dios Creador. Lo hizo con entusiasmo. Me abrió su alma, y yo, pobre diablo, dudé. Lo vería muerto, y lo vería resucitado y, aún así, dudé.
Sí, eso fue: lo vi tan normal, tan humano...
¿Cómo era posible que Alguien así fuera el Creador de un universo?
De otra manera, pero yo también lo negué. No fue en público, como Pedro, pero lo rechacé en mi corazón. Ahora no sé qué es peor...
El Destino, sin embargo, lo tenía todo previsto. En breve, quien esto escribe recibiría una lección... ¡Y qué lección!

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